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Tinta y tiempo

Cerré los ojos. Me quedé muy quieta. Intenté no hacer ningún ruido, acallar los susurros de la ropa. Oí mi respiración, fuerte y rápida, casi como el traqueteo de ese tren en el que viajábamos, escondidos, mi abuelo y yo. También se oía mi corazón latir veloz, como si quisiera bajarse del tren antes de llegar a destino.  No nos sentamos en los asientos como aquella señora acicalada y algo gruesa, la de los zapatitos brillantes y medias negras. Desde mi escondrijo le veía las pantorrillas y los tobillos gordos. Me hubiera gustado viajar junto a la ventanilla porque mirar el paisaje es lindo .  Ay, no. No está permitido escribir que algo es lindo. Ni nada de gustar. Lo tacho.  Ojalá descubrir lo insólito de un paisaje a través de una ventanilla de tren. Pero no pudo ser, porque no teníamos los boletos. El abuelo me explicó, muy serio y con el ceño fruncido,  que había que huir de tamaños dispendios y practicar la austeridad. Que estamos viviendo una aventura secreta. Algo así como un e

Cascabel

 No supo quién era hasta que oyó su voz. Estaban sentados en el banco. En el mismo en el que solían sentarse su marido y ella. Sinvergüenzas.  Se había acercado como un depredador de los documentales de la 2. Los había dejado de ver cuando él la dejó a ella.  Muy cerca, separada de la parejita feliz por un seto desarreglado, distinguió el timbre de su voz. Alegre, como el tintineo del cascabel que se balancea en el pescuezo de un cordero.  Se quedó en shock. Y supo que había tenido la culpa. La culpa, no. La responsabilidad. Tampoco. Sus acciones habían actuado de catalizador. De acelerante.  Todo empezó como una broma. Su marido era un poco distraído. Cuando él dejó el teléfono en el banco del parque (en el mismo en el que ahora pelaba a la pava rubia ), en un impulso  tonto lo guardó en su bolso.  Ese fue el principio del fin.  Cuando él metió el coche en el garaje, ella le preguntó, con cierta ironía: — No habrás perdido algo, ¿verdad?  Él, con cierta inocencia, respondió:  — Pue

No te conozco

Estas últimas semanas he estado pensando en esos encuentros inesperados en los que el otro o la otra te conoce, sabe de ti, te llama por tu nombre… y tú no tienes ni idea de quién o qué es el ser  que tienes delante. Suelo preciarme de tener buena memoria para recordar a los que pasaron por mi vida (no han sido tantos, ni tantas, pese a vivir ya varias décadas mi trajín por este mundo no ha sido especialmente llamativo), pero a veces, me ocurre. Lo peor es cuando no te acuerdas, pero ni remotamente, de quién es, y él o ella, no para de revivir anécdotas, bromas, risas y veras. Te pregunta por tus amigas, y las conoce, y tú no sabes dónde meterte. No sabes quién es, pero has perdido tu oportunidad. Debiste decírselo al principio, en los primeros segundos, pero has dejado que hablase, confiando en recordar… Pasan los minutos, el recuerdo no llega y sólo quieres escapar.  Es curioso, pero esto, que es tan incómodo, nos sucede más a menudo de lo que creemos. No me refiero a esos encontro

La piedra en el zapato

Cuando todo va más o menos bien, cualquier rozadura se convierte en una molestia irritante. Todo tu día gira en torno a esa piedrecita que se te ha colado, sin permiso y con alevosía, entre tu pie y el zapato. Te pica, te araña,  sientes una punzada que se agudiza con el paso de las horas. Los bordes de la herida comienzan a escocer, y no puedes pensar más que en eso. En la puñetera piedra, y echas a perder horas y horas lamentando el picazón, el malestar. Si hubieras tenido la precaución de descalzarte y desechar la piedra, ponerte una tirita, calmar el dolor incipiente.  Enfocarte en otras cosas que suceden a tu alrededor: el sol que parece nacer del mar o del bloque de edificios frente a tu casa, el borboteo del café, la novela de amor que has empezado a leer, los buenos deseos del cartero, el surrealismo con el que vive la panadera los avatares de su oficio. Si fueses capaz de calmar ese minúsculo padecimiento, apaciguarlo, y centrarte en otras cosas más grandes, más importantes.

En la boca del lobo. Elvira Lindo

Te quería contar que hace unos meses gané un ejemplar en papel de una novela.  Se trataba de un concurso algo atípico: tras escuchar la entrevista de Cristina Mitre a Elvira Lindo, había que extraer una frase para titular el episodio de una manera alternativa. Sólo una.  Confieso que envié dos a la dirección de correo que Cristina facilitó. La primera fue con la que concursé, y la segunda la seleccioné por una de esas cosas que tiene la vida y que se quedará para mí. Ignoro si Cristina (o alguien de su equipo) eligió mi mensaje por el primer o por el segundo titular pero, desde que hice clic en enviar, experimenté el convencimiento, tan íntimo como injustificado, de que ese ejemplar dedicado por Elvira Lindo, sería para mí. Cuando me traspasa una intuición similar (me pasa pocas veces, pero me pasa) no suelo comentar nada a nadie. No compartí esa certeza mía, tan clara como infundada, de que sería yo la agraciada con la novela dedicada por Elvira.  Y, sí. Fue para mí. Leo mucho y mu

El signo de los tiempos

Duda sobre su cordura. Se frota los párpados. Aguza la mirada. A continuación abre los ojos de par en par, en un gesto de asombro e incredulidad crecientes. Teme por su razón extraviada. No es real. No. Si alguno de sus doctos y, hasta ahora, fieles amigos lo descubre, será tachado de loco. De enajenado. Llegará la traición.  Un sonido estridente recorre la bahía. Multitudes se han congregado a las orillas del mar: se embarcan en raras naos, sin velas, ni mástiles, gobernadas por escasa y torpe tripulación. Pero la mayoría se queda en tierra, cobijada bajo tapices livianos que ostentan una decoración inaudita. ¿Serán escudos nobiliarios? ¿De qué estirpe descienden? ¿Acaso son piratas?  Atemorizado, Benedicto gira sobre sí mismo. Peculiares construcciones se alzan en la montaña, en la ensenada, en su querido tómbolo que ya no es inexpugnable. Se aproxima el gentío, a pie y sobre unos extraños corceles, endebles y aullantes. Ríe, grita, resopla, gimotea. Si logra entrar en la fortaleza

El patio de luces

Te escribo desde un hotel. Hace unos instantes, el llanto de un niño de pecho se ha colado en la habitación. Huele a pollo frito en desesperanza, suena el runrún de los aparatos del aire acondicionado y hay un patio de luces siniestro y sucio por el que se asoman las vidas de un francotirador, una ladrona de bancos, un mal estudiante y una pareja que vive, culpable y ardiente, en una relación clandestina.  Estoy sola en Madrid y, si me perdiese por las calles de esta ciudad que no me comprende y a la que no comprendo, pasarían muchas horas antes de que alguien me echase en falta. Podría desaparecer para siempre y nadie sabría qué habría sido de mí. No sé si la mujer que vive en el cruce de caminos que es esta glorieta grande, ruidosa y sucia, se acordaría de mí. Creo que no. Pese a que en estos días nuestras miradas se han cruzado varias veces, ella sólo está pendiente de sobrevivir.   Es inevitable sentirse sola en una habitación de hotel. Es inevitable sentir la tentación de la hu