No supo quién era hasta que oyó su voz. Estaban sentados en el banco. En el mismo en el que solían sentarse su marido y ella. Sinvergüenzas.
Se había acercado como un depredador de los documentales de la 2. Los había dejado de ver cuando él la dejó a ella.
Muy cerca, separada de la parejita feliz por un seto desarreglado, distinguió el timbre de su voz. Alegre, como el tintineo del cascabel que se balancea en el pescuezo de un cordero.
Se quedó en shock. Y supo que había tenido la culpa. La culpa, no. La responsabilidad. Tampoco. Sus acciones habían actuado de catalizador. De acelerante.
Todo empezó como una broma. Su marido era un poco distraído. Cuando él dejó el teléfono en el banco del parque (en el mismo en el que ahora pelaba a la pava rubia), en un impulso tonto lo guardó en su bolso.
Ese fue el principio del fin.
Cuando él metió el coche en el garaje, ella le preguntó, con cierta ironía:
— No habrás perdido algo, ¿verdad?
Él, con cierta inocencia, respondió:
— Pues... espero que no.
Después, todo se precipitó. Asomada al balcón, fue testigo del derrape del coche al salir del garaje. Vaya lata. Al final, vamos a cenar a las mil.
Cincuenta minutos después, el móvil de la discordia comenzó a vibrar.
—¿Diga?
—¿Quién es?
— Pero vamos a ver, la que llama no soy yo. ¿Quién es?
— Ay, perdón. ¿No será la mujer de Fernando, ¿verdad?
— Pues se da la circunstancia de que sí.
— Ay, cuánto me alegro. ¡Fernando, todo solucionado! El móvil está en tu casa.
La oyó reír. Lo oyó reír. No le dio importancia. Hasta este momento en el que, escondida tras un seto alto, les oye reír.
A él.
A ella.
La de la voz de cascabel.
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