Duda sobre su cordura. Se frota los párpados. Aguza la mirada. A continuación abre los ojos de par en par, en un gesto de asombro e incredulidad crecientes. Teme por su razón extraviada. No es real. No. Si alguno de sus doctos y, hasta ahora, fieles amigos lo descubre, será tachado de loco. De enajenado. Llegará la traición.
Un sonido estridente recorre la bahía. Multitudes se han congregado a las orillas del mar: se embarcan en raras naos, sin velas, ni mástiles, gobernadas por escasa y torpe tripulación. Pero la mayoría se queda en tierra, cobijada bajo tapices livianos que ostentan una decoración inaudita. ¿Serán escudos nobiliarios? ¿De qué estirpe descienden? ¿Acaso son piratas?
Atemorizado, Benedicto gira sobre sí mismo. Peculiares construcciones se alzan en la montaña, en la ensenada, en su querido tómbolo que ya no es inexpugnable. Se aproxima el gentío, a pie y sobre unos extraños corceles, endebles y aullantes. Ríe, grita, resopla, gimotea. Si logra entrar en la fortaleza y hacerse fuerte en el patio de armas, todo acabará en una jornada. ¿Cuándo y dónde desembarcó, en el mayor de los silencios y con el máximo decoro, esa muchedumbre gritona e impúdica? ¿Cómo burló la vigilancia, los planes de defensa tan minuciosamente pergeñados?
La mirada de Benedicto se detiene donde rompen las olas. Algunos de esos extraños seres se tienden a pleno sol tras untar sus cuerpos con una suerte de bálsamo. Otros, ataviados con exiguos y ridículos atuendos, se lanzan a las aguas azules del Mare Nostrum.
¿Qué pretenden? ¿Adónde se dirigen? ¿A santo de qué tanto jolgorio?
Huye despavorido escaleras abajo. Quiere encerrarse en su magnífica biblioteca, consultar los libros y legajos que en ella atesora. Leerlos, estudiarlos. Orar y escribir. Si dios lo quiere, averiguará qué clase de locura ha afectado al mundo.
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