Cerré los ojos. Me quedé muy quieta. Intenté no hacer ningún ruido, acallar los susurros de la ropa. Oí mi respiración, fuerte y rápida, casi como el traqueteo de ese tren en el que viajábamos, escondidos, mi abuelo y yo. También se oía mi corazón latir veloz, como si quisiera bajarse del tren antes de llegar a destino.
No nos sentamos en los asientos como aquella señora acicalada y algo gruesa, la de los zapatitos brillantes y medias negras. Desde mi escondrijo le veía las pantorrillas y los tobillos gordos. Me hubiera gustado viajar junto a la ventanilla porque mirar el paisaje es lindo. Ay, no. No está permitido escribir que algo es lindo. Ni nada de gustar. Lo tacho.
Ojalá descubrir lo insólito de un paisaje a través de una ventanilla de tren. Pero no pudo ser, porque no teníamos los boletos. El abuelo me explicó, muy serio y con el ceño fruncido, que había que huir de tamaños dispendios y practicar la austeridad. Que estamos viviendo una aventura secreta. Algo así como un entrenamiento, un aprendizaje para el futuro. Porque el abuelo quiere enseñarme a ser artista.
Íbamos ocultos bajo los asientos, tratando de que no nos descubriesen los guardas. Si nos pillaban, podíamos acabar en la cárcel. Sonaba muy peligroso, pero a mí lo que me ponía triste era no saber si allí, en la cárcel, volvería a ver a mi mamá.
Fue emocionante, pero me manché el vestido y los calcetines. Y estaba muy cansada. Ay, que no puedo escribir esto. Lo tacho.
Diario de entrenamiento de Samanta. Hurlingham, Buenos Aires, octubre de 1986.
Quedé cautivada con esta historia de la escritora argentina Samanta Schweblin y su abuelo. Ella misma cuenta esta y otras vivencias extraordinarias, tiernas y sorprendentes, en un texto con el que homenajeó a su abuelo y que os enlazo. No dejéis de leerlo.
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