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La piedra en el zapato

Cuando todo va más o menos bien, cualquier rozadura se convierte en una molestia irritante. Todo tu día gira en torno a esa piedrecita que se te ha colado, sin permiso y con alevosía, entre tu pie y el zapato. Te pica, te araña,  sientes una punzada que se agudiza con el paso de las horas. Los bordes de la herida comienzan a escocer, y no puedes pensar más que en eso. En la puñetera piedra, y echas a perder horas y horas lamentando el picazón, el malestar. Si hubieras tenido la precaución de descalzarte y desechar la piedra, ponerte una tirita, calmar el dolor incipiente.  Enfocarte en otras cosas que suceden a tu alrededor: el sol que parece nacer del mar o del bloque de edificios frente a tu casa, el borboteo del café, la novela de amor que has empezado a leer, los buenos deseos del cartero, el surrealismo con el que vive la panadera los avatares de su oficio. Si fueses capaz de calmar ese minúsculo padecimiento, apaciguarlo, y centrarte en otras cosas más grandes, más importantes.

En la boca del lobo. Elvira Lindo

Te quería contar que hace unos meses gané un ejemplar en papel de una novela.  Se trataba de un concurso algo atípico: tras escuchar la entrevista de Cristina Mitre a Elvira Lindo, había que extraer una frase para titular el episodio de una manera alternativa. Sólo una.  Confieso que envié dos a la dirección de correo que Cristina facilitó. La primera fue con la que concursé, y la segunda la seleccioné por una de esas cosas que tiene la vida y que se quedará para mí. Ignoro si Cristina (o alguien de su equipo) eligió mi mensaje por el primer o por el segundo titular pero, desde que hice clic en enviar, experimenté el convencimiento, tan íntimo como injustificado, de que ese ejemplar dedicado por Elvira Lindo, sería para mí. Cuando me traspasa una intuición similar (me pasa pocas veces, pero me pasa) no suelo comentar nada a nadie. No compartí esa certeza mía, tan clara como infundada, de que sería yo la agraciada con la novela dedicada por Elvira.  Y, sí. Fue para mí. Leo mucho y mu

El signo de los tiempos

Duda sobre su cordura. Se frota los párpados. Aguza la mirada. A continuación abre los ojos de par en par, en un gesto de asombro e incredulidad crecientes. Teme por su razón extraviada. No es real. No. Si alguno de sus doctos y, hasta ahora, fieles amigos lo descubre, será tachado de loco. De enajenado. Llegará la traición.  Un sonido estridente recorre la bahía. Multitudes se han congregado a las orillas del mar: se embarcan en raras naos, sin velas, ni mástiles, gobernadas por escasa y torpe tripulación. Pero la mayoría se queda en tierra, cobijada bajo tapices livianos que ostentan una decoración inaudita. ¿Serán escudos nobiliarios? ¿De qué estirpe descienden? ¿Acaso son piratas?  Atemorizado, Benedicto gira sobre sí mismo. Peculiares construcciones se alzan en la montaña, en la ensenada, en su querido tómbolo que ya no es inexpugnable. Se aproxima el gentío, a pie y sobre unos extraños corceles, endebles y aullantes. Ríe, grita, resopla, gimotea. Si logra entrar en la fortaleza

El patio de luces

Te escribo desde un hotel. Hace unos instantes, el llanto de un niño de pecho se ha colado en la habitación. Huele a pollo frito en desesperanza, suena el runrún de los aparatos del aire acondicionado y hay un patio de luces siniestro y sucio por el que se asoman las vidas de un francotirador, una ladrona de bancos, un mal estudiante y una pareja que vive, culpable y ardiente, en una relación clandestina.  Estoy sola en Madrid y, si me perdiese por las calles de esta ciudad que no me comprende y a la que no comprendo, pasarían muchas horas antes de que alguien me echase en falta. Podría desaparecer para siempre y nadie sabría qué habría sido de mí. No sé si la mujer que vive en el cruce de caminos que es esta glorieta grande, ruidosa y sucia, se acordaría de mí. Creo que no. Pese a que en estos días nuestras miradas se han cruzado varias veces, ella sólo está pendiente de sobrevivir.   Es inevitable sentirse sola en una habitación de hotel. Es inevitable sentir la tentación de la hu

Bares de barrio

Sentada en un taburete alto, en la barra del bar, picoteaba con arrobo una tapa de jeta. La jeta, la cara o careta, es una tapa típica de mi ciudad: altamente calórica, con su poquito de grasa y su poquito de crujiente. Hay bares que la preparan de manera excelsa. No en todos, ojo. He comido jeta carbonizada por la gracia del recalentamiento reiterado. Por eso, cuando hay un bar en el que la preparan deliciosamente, hay que conmemorarlo, honrarlo, proclamarlo. Pues bien, aquella mujer hacía lo propio.  Foto tomada de aquí Era un domingo por la tarde de la primera Semana Santa sin restricciones ni mascarillas, con sus procesiones, sus vinos, sus encuentros, sus dos besos, sus palmadas en la espalda. En el suelo, un perrillo pequinés se afanaba en beber agua y en morder los tobillos de la que, a la sazón, debía de ser su dueña. Entraban y salían mozalbetes que, por las hechuras, han de conducir coches de color fuego que exhalan llamas, bramidos, frenazos y canciones de reguetón. Junto

Personas mareo

Hay personas que apenas hablan y personas que hablamos mucho. No estoy en contra ni de unas, ni de otras, pero, un poco sí, de las personas mareo . Esas personas que anuncian a bombo y platillo, que el día de su cumpleaños te invitan a una paella en el campo. Que sí, que se encargan de todo, que te lleves a quien quieras, que menuda paella te van a preparar, con su marisquito, su arroz bomba, y su caldo casero. No importa que el evento se celebre tres meses después, no, el interfecto o interfecta va llamándote semana sí y semana también, recordándote que su cumpleaños es tal día, y que va a hacer una paella que ríete tú de las paellas de los chiringuitos de Levante. Que nunca más, Pepe, que nunca más, Juana, vas a volver a comer una paella después de su paella. Por las comparaciones, y demás.    Foto de Sandra Wei en Unsplash Y, luego, dos semanas antes del festejo, para. No te vuelve a llamar, ni siquiera te escribe un mísero guasap. Nada, nothing, niente. Al principio, no te inqui

El invernadero

Seguro que no soy la única a la que le ocurre esto. Durante un tiempo que ahora no sabría delimitar (¿fueron días, semanas, meses?) me obsesioné con un invernadero lleno de plantas, con una fuente con peces y riego automático que imitase a la lluvia amazónica. El invernadero en cuestión aparecía en la película Matrimonio de conveniencia , de Gerard Depardieu y Andie McDowell. El conflicto se produce cuando el ciudadano francés quiere trabajar en EEUU pero carece de la célebre Green Card y la americana anhela alquilar un apartamento que sólo está disponible para una pareja legal. El matrimonio de conveniencia está servido.  Ignoro ahora si el invernadero soñado estaba en el piso de soltera de Andie o en el apartamento anhelado. Pero estaba. El techo era de cristal. Las plantas lo invadían todo. Los peces nadaban en la fuente. El agua dulce se precipitaba, como una atronadora y, sin embargo, dulce sinfonía.  Que yo no viva en Manhattan, que no tenga un ático con terraza que se pueda c