Sentada en un taburete alto, en la barra del bar, picoteaba con arrobo una tapa de jeta. La jeta, la cara o careta, es una tapa típica de mi ciudad: altamente calórica, con su poquito de grasa y su poquito de crujiente. Hay bares que la preparan de manera excelsa. No en todos, ojo. He comido jeta carbonizada por la gracia del recalentamiento reiterado. Por eso, cuando hay un bar en el que la preparan deliciosamente, hay que conmemorarlo, honrarlo, proclamarlo. Pues bien, aquella mujer hacía lo propio.
Era un domingo por la tarde de la primera Semana Santa sin restricciones ni mascarillas, con sus procesiones, sus vinos, sus encuentros, sus dos besos, sus palmadas en la espalda. En el suelo, un perrillo pequinés se afanaba en beber agua y en morder los tobillos de la que, a la sazón, debía de ser su dueña. Entraban y salían mozalbetes que, por las hechuras, han de conducir coches de color fuego que exhalan llamas, bramidos, frenazos y canciones de reguetón. Junto a la mujer que amenazaba con no dejar ni un solo trozo de jeta en el platillo, hablan dos hombres de engodos, anzuelos, tamaños, charcas, ríos, cañas y tal. Uno bebe vino blanco, el otro, una cerveza con limón. Un matrimonio de larga duración, como cada tarde de domingo, entra en el bar de barrio, para tomar unas cañas y hablar (nunca entre ellos) sino con unos y otros. La fauna y la flora del barrio se congregan en el bar, como los versos de Defreds en los estudios de los tatuadores. También hay forasteros atraídos por la promesa de la jeta, Ulises seducidos con el canto de las sirenas. Como la mujer de la barra, que se complace y se entretiene con el paisaje, el paisanaje, y la jeta.
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