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El patio de luces

Te escribo desde un hotel. Hace unos instantes, el llanto de un niño de pecho se ha colado en la habitación. Huele a pollo frito en desesperanza, suena el runrún de los aparatos del aire acondicionado y hay un patio de luces siniestro y sucio por el que se asoman las vidas de un francotirador, una ladrona de bancos, un mal estudiante y una pareja que vive, culpable y ardiente, en una relación clandestina.  Estoy sola en Madrid y, si me perdiese por las calles de esta ciudad que no me comprende y a la que no comprendo, pasarían muchas horas antes de que alguien me echase en falta. Podría desaparecer para siempre y nadie sabría qué habría sido de mí. No sé si la mujer que vive en el cruce de caminos que es esta glorieta grande, ruidosa y sucia, se acordaría de mí. Creo que no. Pese a que en estos días nuestras miradas se han cruzado varias veces, ella sólo está pendiente de sobrevivir.   Es inevitable sentirse sola en una habitación de hotel. Es inevitable sentir la tentación de la hu

Bares de barrio

Sentada en un taburete alto, en la barra del bar, picoteaba con arrobo una tapa de jeta. La jeta, la cara o careta, es una tapa típica de mi ciudad: altamente calórica, con su poquito de grasa y su poquito de crujiente. Hay bares que la preparan de manera excelsa. No en todos, ojo. He comido jeta carbonizada por la gracia del recalentamiento reiterado. Por eso, cuando hay un bar en el que la preparan deliciosamente, hay que conmemorarlo, honrarlo, proclamarlo. Pues bien, aquella mujer hacía lo propio.  Foto tomada de aquí Era un domingo por la tarde de la primera Semana Santa sin restricciones ni mascarillas, con sus procesiones, sus vinos, sus encuentros, sus dos besos, sus palmadas en la espalda. En el suelo, un perrillo pequinés se afanaba en beber agua y en morder los tobillos de la que, a la sazón, debía de ser su dueña. Entraban y salían mozalbetes que, por las hechuras, han de conducir coches de color fuego que exhalan llamas, bramidos, frenazos y canciones de reguetón. Junto

Personas mareo

Hay personas que apenas hablan y personas que hablamos mucho. No estoy en contra ni de unas, ni de otras, pero, un poco sí, de las personas mareo . Esas personas que anuncian a bombo y platillo, que el día de su cumpleaños te invitan a una paella en el campo. Que sí, que se encargan de todo, que te lleves a quien quieras, que menuda paella te van a preparar, con su marisquito, su arroz bomba, y su caldo casero. No importa que el evento se celebre tres meses después, no, el interfecto o interfecta va llamándote semana sí y semana también, recordándote que su cumpleaños es tal día, y que va a hacer una paella que ríete tú de las paellas de los chiringuitos de Levante. Que nunca más, Pepe, que nunca más, Juana, vas a volver a comer una paella después de su paella. Por las comparaciones, y demás.    Foto de Sandra Wei en Unsplash Y, luego, dos semanas antes del festejo, para. No te vuelve a llamar, ni siquiera te escribe un mísero guasap. Nada, nothing, niente. Al principio, no te inqui

El invernadero

Seguro que no soy la única a la que le ocurre esto. Durante un tiempo que ahora no sabría delimitar (¿fueron días, semanas, meses?) me obsesioné con un invernadero lleno de plantas, con una fuente con peces y riego automático que imitase a la lluvia amazónica. El invernadero en cuestión aparecía en la película Matrimonio de conveniencia , de Gerard Depardieu y Andie McDowell. El conflicto se produce cuando el ciudadano francés quiere trabajar en EEUU pero carece de la célebre Green Card y la americana anhela alquilar un apartamento que sólo está disponible para una pareja legal. El matrimonio de conveniencia está servido.  Ignoro ahora si el invernadero soñado estaba en el piso de soltera de Andie o en el apartamento anhelado. Pero estaba. El techo era de cristal. Las plantas lo invadían todo. Los peces nadaban en la fuente. El agua dulce se precipitaba, como una atronadora y, sin embargo, dulce sinfonía.  Que yo no viva en Manhattan, que no tenga un ático con terraza que se pueda c

Chisporroteos

Sin que suceda nada reseñable (o sí) hay etapas en que la vida se agrisa. No sé, es como si la luz perdiese intensidad y, en consecuencia, los objetos y las personas empalideciesen. También los paisajes, las calles de la ciudad. Evitas que las cosas te rocen, porque te lastiman, te llagan. Quieres adormecerte, evitar el daño, la emoción. Cuando era joven creía en los blancos y negros, en la oscuridad y la luz. De un modo impreciso, pensaba que la vida sería brillante, o no sería. Que la felicidad pura llegaría, sí, y me iluminaría  el corazón como un potente halógeno. Así, me desharía de las sombras… porque cada edad tiene las suyas.  Ya no soy joven ( qué pesada, María Antonia, que sí, que no lo eres, tomo nota ), y, en consecuencia, no me muevo en los extremos. No creo en lo fulgurante, ni en esa felicidad que deslumbra como una luz de neón. Ahora soy, más bien, creyente en chisporroteos. Sí, esos pequeños destellos que, a nada que estés despistado, te pierdes. Bailar salsa. Un ca

El anuncio

Era una revista femenina de los años setenta y, entre sus páginas, había un anuncio que me cautivaba. Aquellas fotos me mostraban dos mundos opuestos, cada uno con sus misterios y sus miserias.  Sus obligaciones, sus desigualdades, sus prejuicios.  Foto tomada de aquí. El anuncio trataba de vender una bicicleta estática. ¿Recordáis las fotonovelas? Esas historias de amor algo ñoñas que se contaban con fotos y poco texto. Pues bien, así era ese anuncio. En la primera viñeta, una mujer joven en camisón blanco largo y recatado que, sin embargo, no menoscaba ni un ápice su belleza, se ponía a pedalear sobre la bicicleta estática. Sí. En camisón  y chinelas, la melena larga y suelta. En la siguiente, la joven despedía al marido triunfador, vestido de traje, alcanzándole un maletín. Se daban un beso de matrimonio, y él se iba a la oficina para procurar el sustento y los caprichos, entre los que se encontraba, sin duda, la bici estática.   La mujer volvía a la bici. Tras el ejercicio, se a

Y tú, ¿a qué te dedicas?

De niña quería ser periodista (corresponsal de guerra o redactora de sucesos) y escritora de novelas de misterio. Esto es, quería leer la colección completa de Tintín, los libros de Agatha Christie, los viajes de Verne, y las exploraciones (con merendola incluida) de Los Cinco. Esto es, quería escribir alambicados asesinatos de chicas rubias en mansiones inglesas donde el mayordomo, ese ser imperturbable, siempre era el principal sospechoso. Décadas después supe que la vida es azarosa y que, a veces, completa círculos divertidos. No sé por qué no tengo más arrojo cuando me preguntan a qué me dedico. Debería decir que a leer y a escribir... pero de una manera peculiar. Cada obra es para mí una casa en la campiña inglesa a la que me han invitado a tomar un té con pastas. Yo sé que hallaré en ella dificultades, secretos, enredos y líos (de los de amor y de los de odio) o, tal vez, alegatos a favor de la belleza. Sea como sea, me adentraré en esa casa con todos mis artilugios de detectiv