De niña quería ser periodista (corresponsal de guerra o redactora de sucesos) y escritora de novelas de misterio. Esto es, quería leer la colección completa de Tintín, los libros de Agatha Christie, los viajes de Verne, y las exploraciones (con merendola incluida) de Los Cinco. Esto es, quería escribir alambicados asesinatos de chicas rubias en mansiones inglesas donde el mayordomo, ese ser imperturbable, siempre era el principal sospechoso.
Décadas después supe que la vida es azarosa y que, a veces, completa círculos divertidos. No sé por qué no tengo más arrojo cuando me preguntan a qué me dedico. Debería decir que a leer y a escribir... pero de una manera peculiar. Cada obra es para mí una casa en la campiña inglesa a la que me han invitado a tomar un té con pastas. Yo sé que hallaré en ella dificultades, secretos, enredos y líos (de los de amor y de los de odio) o, tal vez, alegatos a favor de la belleza. Sea como sea, me adentraré en esa casa con todos mis artilugios de detective aficionada. Escudriñaré a través de las cerraduras de las puertas, miraré bajo las alfombras, trataré de descubrir el cajón secreto del escritorio. (Siempre lo hay, sólo hay que tener la suficiente paciencia). No es capricho: es que soy coordinadora de clubes virtuales de lectura.
Foto de Tierra Mallorca en Unsplash
Cuando no leo ni escribo por trabajo, escribo y leo por gusto. Y he descubierto que hago lo mismo. Accedo a las obras como si me hubiesen invitado a una residencia de postín en Devon. Sé que algo ha ocurrido. O que va a ocurrir. Y yo, quiero descubrir qué es.
Cuando escribo mis propias historias, me comporto igual. Indago sobre la vida de mis personajes, sus amores, sus odios, sus misterios… como una voyeur. Como una escritora enamorada.
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