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Hijos del vaivén

Sucede que un sábado cualquiera vas a la boda de unos jóvenes que se miran con el embeleso necesario para no perderse ni una sonrisa, ni un gesto, ni un solo beso. Y te preguntas cómo es posible.  De qué modo raro estás ahí y no allí, cómo es que vas en un tren a un municipio que antes significó mucho y ahora, nada. Por qué acudes a una cita y conoces a alguien inolvidable. Si te hubieses quedado en casa,  si en lugar de ir a la piscina hubieses decidido sestear toda aquella tarde de julio. Sí. No.  Somos hijos del vaivén . Todos. De  elementos externos que nos hacen saltar como muñecos de resortes. Y, sin embargo y quizás por ello, protagonizamos algunos momentos brillantes y efímeros, que se nos antojan eternos. Como la alegría de ver a esos dos jóvenes mirarse.  Todos somos hijos del  vaivén , lo escribió Manolo García, el hombre de nombre corriente que hace que mi corazón vuele. Tal vez por eso y porque cada una de sus canciones me inspira una novela, tal vez por eso escribí Hijos

"Pese a"

Un camino de piedras se extiende ante mí, ante ti. Las piedras son de diferentes tamaños, con diversas texturas y matices. Planas, redondas, puntiagudas, lisas, húmedas, rugosas. Lo que pretendes alcanzar está al final del sendero (que nunca se acaba y está bien que así sea), pues la vida misma es una travesía hermosa que suele ponerse difícil y doler, pero que puede regalarte algún fruto. Cuando llegas a ese recodo en el que descansar, encuentras una roca horadada y suave, respiras y miras, satisfecho, los pasos dados. Reflexionas que no son suficientes, que pudiste dar unos cuantos más. Sortear las dificultades sin hacer daño a otros, ni a ti.  Pero lo hiciste. Caminaste. Y estás relajado, calibrando el disfrute de eso que acabas de alcanzar y que te ayuda a conformar tu forma de ser, y de estar en el mundo.  Y, de pronto, otro caminante que se dirige en sentido contrario al tuyo, te observa y te juzga descansado, frívolo y liviano (la alegría ha de contener cierta liviandad), y se a

Me escapo detrás

 A 50 metros de mi ventana florece el hormigón. El kilométrico brazo de una grúa se mueve a derecha e izquierda como una mujer de mediana edad en una clase de Pilates. Los hombres golpean, arrastran, insertan y quitan, depositan materiales en contenedores, se hablan a gritos. Desde hace un par de meses, siempre hay un runrún en mi calle, una actividad continua e imparable. Y yo caigo en la cuenta de que me he convertido en un jubilado fascinado por las obras, pero quejoso por el polvo, los ruidos y la valla metálica que abraza al solar agujereado.  Escribo esta columna con el pleno convencimiento de que percibirás el sonido oscilante de la grúa.  Es complicado aislarse de lo que ocurre en el solar. Trabajo con el ordenador pegado al alféizar, la mirada sobrevuela por encima de la pantalla. A las ocho, cuando aún es de noche, enciendo una pequeña lamparita y ellos, si tuviesen fuerzas, motivos y ánimos, verían los ojos miopes de una mujer de mediana edad.  Me gustaría que se fuesen. Me

Fe de erratas

Dedicado a Nicolás, por advertir la errata divertida... He estado pensando en las erratas. Por mucho que corrijas y leas, por mucho que otros te lean, siempre se cuela alguna errata. Me refiero a esos pequeños cambios involuntarios que son capaces de alterar el sentido de una frase: una sílaba que se desvanece, una palabra que se ha ido a bailar a una línea equivocada, una letra que ha decidido cambiar de sexo. Todas esas cosas enojosas que hacen que lo que escribes no tenga ni cabeza ni pies, y donde debería decir amores, has puesto ardores y donde debería leerse retoños, dice redaños. Y todo así.  Cuando Rosa Montero publicó El peligro de estar cuerda , compré un ejemplar malherido. Lo tengo junto a mí ahora mismo. En el capítulo “Como los niños en el cementerio”, en las páginas 173 y 174, en la parte superior de un retrato de Emily Dickinson (la autora del verso que titula la obra de Montero) se volatilizaron unas palabras. Nuria Labari, amiga de la escritora, le hizo notar que est

La navaja de Portobello

Fue un viaje alucinante. Un grupo de personas sin nada en común, más allá del obligatorio modo de ganarnos la vida, en Londres. No tengo ni una foto de aquellos días. Se perdieron.  Foto de Wikipedia El sábado visitamos Portobello , el mercado de Nothing Hill .  El viernes por la noche unos imberbes nos habían atacado con huevos. De gallina. Los hijos de la Gran Bretaña tiroteaban sin compasión a cualquiera que cruzase aquel paso de cebra de Kensington. Pero, ¿a quién dieron de lleno?  Te decía que había salido casi indemne del ataque de los huevos, y estaba, tan feliz,  empapándome del colorido, de la música, de la belleza. Y, de pronto, un coche impresionante casi me atropella. Te juro que en aquellos momentos pensé que mi presencia en el Reino Unido se debía a un complot. Querían, por las malas, deshacerse de mí.  Me puse a salvo. Miré al interior del automóvil. Una mujer con dos querubines que trataba de esconder su rostro. Era Claudia Schiffer y solo sabrás quién es si en los 90 y

Cruce de calles

Hay un poema de Cristina Peri Rossi , Cruce de calles , que recrea el encuentro entre dos personas que fueron amantes. Que se amaron. Y se encuentran. El poema es el diálogo que mantienen, al que se suma el monólogo interno de la voz poética, que se pregunta por qué no se muere ahí mismo, ahí mismito, de la impresión. En cambio, morirá algún día de alguna cosa fútil, vana. No por ese encuentro que para esa voz significa tanto. Porque el otro, la otra, significó todo en su momento. Quizás, tal vez, aún.  ¿Has experimentado algo así? Fotografía tomada de aquí .  Te detienes junto al semáforo, te topas con él, o con ella, y le haces observaciones absurdas, ridículas y la otra o el otro, te dice cosas estúpidas, mientras tú (acaso él también, acaso ella también) piensas que qué impresión, que se le ve más delgado, o más flaca, que está mayor, pero que está guapa, que está guapo, que tiene la misma sonrisa, la misma mirada de cachorro distraído. Sí, ya sabes que es la miopía, pero es más po

Los ojos de Marilyn

Hace unas semanas, uno de los lectores de Blondie, (1994- ) me sorprendió con una analogía. Comparó a mi Blondie, la joven mujer de mi novelita, la de ojos camaleónicos, jóvenes y tristes, verdes y viejos, marrones y bellos, con Marilyn Monroe. Que este lector fuese Eugenio, hombre perspicaz y querido por sus vecinos de Guareña que, además, padece una grave discapacidad visual, me pareció extraordinario y exacto. Quizás no se precise  de una agudeza visual extrema para comprender la vulnerabilidad, para advertir la huella de la fragilidad. Tal vez solo se necesite una cierta sensibilidad, un cierto talento para leer y escuchar historias. Para escuchar y, así, leer a las personas.   Hace pocos días vi el documental de Netflix El misterio de Marilyn Monroe: las cintas inéditas . Tal vez se excede en las teorías de la conspiración.  Pero sirve para estas 300 palabras mías, las de todas las semanas. Sirve, porque, dejando atrás las relaciones de Marilyn con políticos, escritores, deporti