Fue un viaje alucinante. Un grupo de personas sin nada en común, más allá del obligatorio modo de ganarnos la vida, en Londres. No tengo ni una foto de aquellos días. Se perdieron.
El sábado visitamos Portobello, el mercado de Nothing Hill.
El viernes por la noche unos imberbes nos habían atacado con huevos. De gallina. Los hijos de la Gran Bretaña tiroteaban sin compasión a cualquiera que cruzase aquel paso de cebra de Kensington. Pero, ¿a quién dieron de lleno?
Te decía que había salido casi indemne del ataque de los huevos, y estaba, tan feliz, empapándome del colorido, de la música, de la belleza.
Y, de pronto, un coche impresionante casi me atropella. Te juro que en aquellos momentos pensé que mi presencia en el Reino Unido se debía a un complot. Querían, por las malas, deshacerse de mí.
Me puse a salvo. Miré al interior del automóvil. Una mujer con dos querubines que trataba de esconder su rostro. Era Claudia Schiffer y solo sabrás quién es si en los 90 ya andabas por estos mundos de dios.
Tras eludir el nuevo atentado, seguí deambulando. Iba buscando un regalo especial para un coleccionista de navajas. Y… lo encontré. Pequeña, preciosa, y exorbitantemente cara (pero aún me quedaban libras, y tenía la tonta sensación de que debía gastármelas). La compré.
Al regreso, con mucha pompa y circunstancia, le entregué mi regalo. Él, tranquilo y nada admirado, la examinó, meticuloso. Y allí estaba. La inscripción. Toledo.
Desde entonces, sostiene que todo fue un invento. Que nunca estuve en Londres, que no perdí té ni galletas en un autobús, que no vi el altar a Diana y Dodi en Harrods. Que lo de Claudia Schiffer es mentira.
Fue algo… alucinante. Me pregunto si todo esto que acabo de contarte es cierto.
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