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Eclipses

En el cuento de Augusto Monterroso, en lo más profundo de la selva y amenazada su vida, fray Bartolomé Arrazola desdeña a sus captores e intenta, sin éxito, un engaño salvador:  -Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.   Imagen de: https://unsplash.com/@jnnfrchn Cuando el eclipse se halla en su momento culmen, el corazón del fraile reposa, aún palpitante, sobre la piedra de sacrificios. Leed el cuento y sabréis por qué . Es casi inevitable que la narración de Monterroso me recuerde a las peripecias de Tintín, Milú,  el doctor Tornasol y el capitán Hadock en El Templo del Sol . A ellos les fue un poco mejor que al fraile.  Hace unos días, conversando sobre eclipses, cuentos y clubes de lectura, una compañera bibliotecaria habló de las personas que eclipsan. En aquel momento, pensé en negativo. Hay quien absorbe toda la energía que encuentra a su alrededor, te opaca, te relega a un rincón.  Pero… Hay quien entra en una habitación como una suerte de marip

La encina

 Esta semana, por unas causas y por otras, mi cabeza ha albergado un avispero. De ideas y de palabras. De pantallas. La vida, la real, estaba afuera y yo, en mi torre de cristal, apenas he tenido tiempo de mirarla a los ojos. Si acaso, la he entrevisto en alguno de mis fieles compañeros. Los que no me fallan, y me acompañan en estos días llenos de ruido y de compromisos. De zozobras.  Los libros. Estoy viajando con Steinbeck por Estados Unidos , y en el capítulo en el que el escritor y su leal, caballeroso y viejo caniche gigante francés, acampan en un bosque de secuoyas del sur de Oregón, sentí un loco e intenso anhelo. Quería estar allí, físicamente. Tocar la corteza de esos árboles legendarios. En el silencio, en la umbría. Apoyar la frente en el tronco de uno de ellos, y cerrar los ojos. Dejar atrás el fragor. De Crd637 - Trabajo propio, CC BY-SA 3.0,   En mi tierra no hay secuoyas ( las del bosque cántabro me pillan lejos ), pero hay encinas. La encina es uno de mis árboles prefer

Ícaro

 Los que me conocen saben que soy una soñadora incorregible. También, que soy dueña de un  realismo descarnado que adapta lo que sueño a mis circunstancias. Cortarme las alas en pleno vuelo no es algo poético. Mirar por el retrovisor para contemplar qué estoy dejando atrás, tampoco. Pero, a veces, ese realismo feroz me ha salvado de algún que otro abismo. De alguna caída.  La caída de Ícaro GOWY, JACOB PEETER Copyright de la imagen ©Museo Nacional del Prado Esta reflexión viene a cuento porque vivimos una época rara. Nuestras reacciones son exacerbadas. Nos indignamos con los comportamientos irresponsables e insolidarios, mientras que los que se comportan de forma incívica e inconsciente, se lanzan a las calles, y bailan, y cantan, y ríen, y se abrazan, y viven al límite. Queriendo apurar todo el vino, hasta las heces. Como si no les importase vivir o morir. Como si decidieran obviar su propia mortalidad. Cuando era una jovenzuela, tenía una amiga que me invitó a una reunión que cambia

Las palabras no son inocentes

 Canta Niña Pastori :  No te equivoques que yo no soy la roca, /domina más tu lengua, controla más tu boca/ Que las palabras suelen hacer más daño/ Se clavan en el alma como si fueran clavos. Las palabras, lo que significan y lo que insinúan, no son inocentes. Casi nunca lo son.  Imagen de Quint Buchholdz  Decir, por ejemplo: no te voy a contar lo que sufrí, no te mereces lo que padecí, no puedes saber cómo estuve, tan solo y triste, tan desgraciado y abandonado .  Esto no es necesario. Resumir e indicar, dejar en la bruma de la imaginación del otro lo terrible y desamparado de un suceso, no es necesario. Si no se quiere hacer daño. Al otro.  El deseo de herir, a veces, es demasiado fuerte. El deseo de vengarse, de que el otro se duela todo lo que te doliste tú. Quizás porque esperabas más de él, o de ella, aunque ni tú mismo sepas, con exactitud, qué. Pero aguardabas otra cosa, siempre aguardas otra cosa. Y nunca la consigues. Porque ni tú sabes qué es. El otro, entonces, ha de conver

La señal

Estaba esta tarde en mi cocina, tomando un yogur natural desnatado y edulcorado. Escuchaba un episodio del podcast Participantes para un delirio , en el que la artista Coco Dávez conversa con el escritor Javier Aznar . Degustaba mi yogur desgrasado y sin azúcar, proletario, un producto lácteo fácilmente olvidable y, de pronto, la señal. La cita.  La artista y el escritor, citan en su charla a Cesare Pavese: No recordamos los días: recordamos los instantes .  Pues estoy lista.  Últimamente los días se suceden sin ningún instante que los diferencien. Trabajo, paseo, zumba, ventana, operarios del ayuntamiento haciendo ruido, supermercado para aprovisionarme de yogures y leche y limones y café, no querer mirar el WhatsApp que me desconcentro, mirarlo, no querer mirar las redes sociales que me desconcierto, y mirarlas, no querer leer más libros que los que tocan , que me disperso, y leerlos… Pero, ¿será cierto que de los últimos siete días no soy capaz de recuperar ni un solo momento? ¿No

La lectora

La conocí hace años y la traté durante un tiempo. Era una mujer delgada, de pequeña estatura, de fácil sonrisa. Los ojos, que casi nunca mienten, revelaban la huella de una pena antigua y, sin embargo, nunca se mostró resentida ni amargada.  Nunca, pese a tener motivos, la noté enfadada con la vida.  Era una gran lectora (presupongo que lo sigue siendo), dotada de una sensibilidad especial. Le gustaba escribir, lo hacía muy bien. Y escribía sobre cualquier cosa,  también sobre sus difíciles circunstancias cotidianas, y lo hacía, desde una mirada tierna y poética. Las palabras eran su refugio y su libertad.  Y leía, ya lo he dicho, leía mucho, y de todo, porque no le faltaba inteligencia. Presupongo que seguirá haciéndolo. Que leerá de todo, y mucho.  Y seguro que no ha abandonado  la lectura de novelas de grandes horizontes, protagonizadas por heroínas que corretean en praderas verdes, rodeadas de montañas, bajo un inmenso cielo de nubes blancas.   Leer ese tipo de libros, las novelas

Carne viva

Charlando el otro día con una amiga, caí en la cuenta de la faena que nos han hecho las canciones, las películas, la publicidad y los chistes. Una ya no sabe si un pensamiento es propio, o lo ha tomado prestado de un anuncio de galletas.  Estábamos las dos conversando, tan pichis , y de pronto ella, cargada de razón, me suelta:  es que todo nos lo tomamos en carne viva, no somos capaces de compartimentar, de ser más frías . Y claro, a mí lo de la carne viva , me impactó.  A la mañana siguiente, preparando el café y asomándome a la ventana por si veía al cerdo del vecino (no, por favor, no penséis mal. Es un vecino que tiene de mascota a un cerdo. Sí, ya. A mí también me lo parece...), me arranqué a cantar, es que tengo el corazón en carne vivaaaa .  Otra idea original enfangada por Raphael .  Las horas venideras continuaron trayendo a la playa de mi memoria restos de naufragios fílmicos, musicales, promocionales y demás familia.  Mientras comía, en mitad del campo, unas chuletitas a la