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No te enamores de un dentista

Estos días estoy yendo al dentista por... el motivo que sea . Y pensé en escribir sobre ello. Hasta que caí en la cuenta de que ya lo había hecho. Hace doce años.  No te enamores nunca de un dentista. De una dentista.  A no ser que seas la poseedora o poseedor de una dentadura sin mácula. Blanca, marfileña, con todos tus molares, premolares, colmillos, caninos y demás familia perfectamente alineados, sin la enfermedad maldita (léase, caries). Tampoco te enamores de un estomatólogo si sufres de halitosis, si tus encías no son tan perfectas como las cerezas (suaves, tersas, sonrosadas, en su punto justo de sazón). No. No lo hagas. Y, si a pesar de todo, ocurre, cambia rápidamente de médico.  Sí. Es que nada ni nadie puede resistir al examen cruel y objetivo de la lámpara amarilla, la silla de tortura, ese hombre o esa mujer que, ataviados con bata blanca y protegidos por mascarillas, inspeccionan, pulen, taladran, horadan, rellenan, soplan, enjuagan, pinchan... en tu cavidad bucal. Con

La bata

Existe un súper poder muy apreciado cuando se es adolescente: el don de la invisibilidad. A los 16 se anhela ser uno más. Hay una suerte de uniforme que potencia esa invisibilidad, cada generación tiene el suyo: pantalones rotos, medias de rejilla. La capa de invisibilidad de Harry Potter.   Desde los 16 a los 17 disfruté de mi propio uniforme. Sólo que éste me dotó de la capacidad contraria. Me hacía visible. Dolorosamente visible.  Era una bata de trabajo, larga y suelta, bicolor. Era una bata heredada, a saber cuántas chicas la utilizaron antes que yo, a saber cuántas la utilizarían después de mí. La bata, decolorada por el lavado semanal, conservaba el cerco de una mancha, en la parte inferior derecha, a la altura del muslo.  Completaba el conjunto unas zapatillas de invierno de suelas de goma y borreguillo por dentro, como las que usan, en casa, señoras como ahora lo soy yo.  Con aquella bata ayudaba a llevar la compra a los clientes del supermercado .  Recuerdo aquella vez que

Isla de tiempo

Leí, hace algunos meses, la novela Mindfulness para asesinos , de un autor alemán que pretende mostrarnos el lado oscuro de esta práctica basada en la meditación que consiste en entrenar la atención para ser consciente del presente .  El protagonista de la novela está estresado. Natural. ¿Cómo no estarlo? Si lo estoy yo a nada que se me juntan tres o cuatro proyectos para otras tantas instituciones. Pues él va por la vida como un barco a la deriva, como un avión con el fuselaje agujereado. Nada de consciencia. Nada de lentitud. Nada de atención. A lo loco. Sin tiempo para, qué sé yo, detenerse a oler el aroma de las rosas, jugar al pilla pilla con su hija, comprarle un regalo a su mujer para celebrar su aniversario de boda. Cosas así. Pobre. Hasta que entra en su vida el mindfulness y el concepto isla de tiempo . No sé tú, pero yo me manejo fenomenal en esto de la isla de tiempo . Hay quien dice que no desconecta, que tiene que obligarse a descansar, que ser productivo es un impera

Volver al hogar

Hace  décadas me dijeron una de las cosas más hermosas que jamás escuché. Ella era una joven a la que conocía por circunstancias laborales y, lo que es la vida y sus azares, el tiempo y mi desmemoria han borrado su nombre y, lo que es peor, sus rasgos. Apenas recuerdo que era morena de pelo negro, largo y ondulado. Era delgada, no muy alta, y llevaba gafas. No sé si le gustaban las novelas decimonónicas o los libros de terror gótico, desconozco qué hacía los fines de semana más allá de que estudiaba para un examen de acceso a Traducción e Interpretación. Sí me acuerdo de que no pasó el examen que, en aquellos tiempos (creo que también en estos) era muy duro, muy difícil. Muy pocos lo aprobaban así, a la primera, sin haber estudiado antes Filología Inglesa. Pero ella decidió intentarlo. Y suspendió.  Casi no me acuerdo del color de sus ojos, pero debían ser castaños o, tal vez, verdes oscuros, pero sí que sé que tenía la piel muy blanca, sin imperfecciones. Aunque no logro recordar s

Diminutivos

Para saber si sois compatibles, no hay nada mejor que la convivencia. Ya sé que cuando el otro tiene un hogar propio, es complicado. Si ese es el caso, utilizad el sucedáneo de la convivencia: viajad juntos.  Advertencia : cuando viajamos, un suponer, con un compañero de trabajo, lo habitual es hacer concesiones. Que el susodicho no quiere desayunar en una cafetería de ensueño y te mete, a trompicones, en una tasca de mala muerte en la que gentes de todo jaez se meten entre pecho y espalda unos huevos fritos a las ocho de la mañana, pues nada. Sonrisa y, como diría el humorista David Cepo , p'alante con eso . Que la susodicha no atiende a razones cuando la instas a caminar por una avenida preciosa y se empeña en transitar, de noche, por un callejón que tiene toda la pinta, pero toda, de ser el basurero del barrio... pues, siguiendo al gurú Cepo: p'alante .  Uno de los dos tiene que adaptarse, ser flexible, transigir, y tal. El p'alante de toda la vida.  Lo que pasa es que

El motivado de la vida

Me ha empezado a poner muy nerviosa cierto tipo de persona. Me refiero al motivado de la vida .  Dícese que alguien es un motivado de la vida cuando va regalando halagos, elogios, parabienes, a la par que pide favores, facilidades, accesos, formas de conseguir esto o lo otro, de participar en una carrera de cabras, en una partida de garrote o en el juego ese tan peligroso como bizarro que consiste en intentar atrapar rodando colina abajo a un queso que, a su vez, rueda también. Le da igual. El motivado de la vida quiere ir, estar, ser, decir, pensar que va ir, porque quiere aprender, fijarse, extrapolar, hacer networking , postureo, selfis, retratos de grupo, de bodas, bautizos y comuniones.  La famosa prueba del queso rodante de Gloucester - AFP Spóiler : rara vez participa. Rara vez juega. Rara vez aparece.  Cachis. El motivado de la vida es un tipo de persona emparentada con el tipo persona mareo , pero mantiene su esencia, su propia singularidad, rareza e idiosincrasia. Es ciert

La casa rural

Llegamos cansados. No sentía ninguna afinidad hacia mis acompañantes. A menudo el azar, un contrato o la pura mala suerte, te sitúan junto a compañeros contingentes. Aún había de pasar otra noche, y otro día, y otra noche. Menuda calamidad. A las afueras del pueblo hallamos (GPS mediante) aquella casona con nombre de mujer, el nombre de la que nos miraba, reidora y chispeante, inserta en un azulejo de la fachada. Nos recibió el hijo y nos contó la historia o, tal vez, sólo su versión.  Jane Birkin, años 70. Foto Getty Images, tomada de aquí. Esta era la casa del médico, el tío de mi madre. Ella fue una mujer alegre, libre, deseosa de labrarse un futuro. Y se fue a la ciudad.  Allí estaba su hijo, de vuelta a ese pueblo que su madre quiso dejar atrás.  Daba clases de repaso, le iba bien. Era una belleza. Cuando tenía cuarenta años se enamoró de un alumno al que le doblaba la edad. Y, entonces... Entonces, él. El hijo que había regresado al pueblo del que su madre escapó.  Mis tíos la