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Diminutivos

Para saber si sois compatibles, no hay nada mejor que la convivencia. Ya sé que cuando el otro tiene un hogar propio, es complicado. Si ese es el caso, utilizad el sucedáneo de la convivencia: viajad juntos.  Advertencia : cuando viajamos, un suponer, con un compañero de trabajo, lo habitual es hacer concesiones. Que el susodicho no quiere desayunar en una cafetería de ensueño y te mete, a trompicones, en una tasca de mala muerte en la que gentes de todo jaez se meten entre pecho y espalda unos huevos fritos a las ocho de la mañana, pues nada. Sonrisa y, como diría el humorista David Cepo , p'alante con eso . Que la susodicha no atiende a razones cuando la instas a caminar por una avenida preciosa y se empeña en transitar, de noche, por un callejón que tiene toda la pinta, pero toda, de ser el basurero del barrio... pues, siguiendo al gurú Cepo: p'alante .  Uno de los dos tiene que adaptarse, ser flexible, transigir, y tal. El p'alante de toda la vida.  Lo que pasa es que

El motivado de la vida

Me ha empezado a poner muy nerviosa cierto tipo de persona. Me refiero al motivado de la vida .  Dícese que alguien es un motivado de la vida cuando va regalando halagos, elogios, parabienes, a la par que pide favores, facilidades, accesos, formas de conseguir esto o lo otro, de participar en una carrera de cabras, en una partida de garrote o en el juego ese tan peligroso como bizarro que consiste en intentar atrapar rodando colina abajo a un queso que, a su vez, rueda también. Le da igual. El motivado de la vida quiere ir, estar, ser, decir, pensar que va ir, porque quiere aprender, fijarse, extrapolar, hacer networking , postureo, selfis, retratos de grupo, de bodas, bautizos y comuniones.  La famosa prueba del queso rodante de Gloucester - AFP Spóiler : rara vez participa. Rara vez juega. Rara vez aparece.  Cachis. El motivado de la vida es un tipo de persona emparentada con el tipo persona mareo , pero mantiene su esencia, su propia singularidad, rareza e idiosincrasia. Es ciert

La casa rural

Llegamos cansados. No sentía ninguna afinidad hacia mis acompañantes. A menudo el azar, un contrato o la pura mala suerte, te sitúan junto a compañeros contingentes. Aún había de pasar otra noche, y otro día, y otra noche. Menuda calamidad. A las afueras del pueblo hallamos (GPS mediante) aquella casona con nombre de mujer, el nombre de la que nos miraba, reidora y chispeante, inserta en un azulejo de la fachada. Nos recibió el hijo y nos contó la historia o, tal vez, sólo su versión.  Jane Birkin, años 70. Foto Getty Images, tomada de aquí. Esta era la casa del médico, el tío de mi madre. Ella fue una mujer alegre, libre, deseosa de labrarse un futuro. Y se fue a la ciudad.  Allí estaba su hijo, de vuelta a ese pueblo que su madre quiso dejar atrás.  Daba clases de repaso, le iba bien. Era una belleza. Cuando tenía cuarenta años se enamoró de un alumno al que le doblaba la edad. Y, entonces... Entonces, él. El hijo que había regresado al pueblo del que su madre escapó.  Mis tíos la

Silencio

Si lo que vas a decir  no es más bello que el silencio no lo vayas a decir El Último de la Fila Con el prólogo de  la segunda temporada de De eso no se habla , aprendí que, en música, un calderón es una pausa o reposo que dura lo que quiere la persona intérprete. El silencio que genera se rompe con más música, o con aplausos.  Me parece un concepto muy hermoso para quebrar mi propio silencio y volver a escribir y leer mis 300 palabras tras dos semanas de pausa.  Mi silencio ha tenido que ver con esa vida que sucede mientras haces planes. Mi reposo no ha sido tal. Mi parón ha sido porque, entretenida y ocupada con las obligaciones, mis palabras (y, por tanto, yo) quedaron relegadas a un improbable momento en el que tuviese más tiempo, más ganas. En el que la inspiración, cual musa griega, tornase a mí, rodeada de fanfarria y chirimías.  Ya. Ya sé lo que piensas. No, no funciona así.  Hace unos días alguien me dijo que me notaba más alegre. Que mis columnas semanales, pese a ser genia

Tinta y tiempo

Cerré los ojos. Me quedé muy quieta. Intenté no hacer ningún ruido, acallar los susurros de la ropa. Oí mi respiración, fuerte y rápida, casi como el traqueteo de ese tren en el que viajábamos, escondidos, mi abuelo y yo. También se oía mi corazón latir veloz, como si quisiera bajarse del tren antes de llegar a destino.  No nos sentamos en los asientos como aquella señora acicalada y algo gruesa, la de los zapatitos brillantes y medias negras. Desde mi escondrijo le veía las pantorrillas y los tobillos gordos. Me hubiera gustado viajar junto a la ventanilla porque mirar el paisaje es lindo .  Ay, no. No está permitido escribir que algo es lindo. Ni nada de gustar. Lo tacho.  Ojalá descubrir lo insólito de un paisaje a través de una ventanilla de tren. Pero no pudo ser, porque no teníamos los boletos. El abuelo me explicó, muy serio y con el ceño fruncido,  que había que huir de tamaños dispendios y practicar la austeridad. Que estamos viviendo una aventura secreta. Algo así como un e

Cascabel

 No supo quién era hasta que oyó su voz. Estaban sentados en el banco. En el mismo en el que solían sentarse su marido y ella. Sinvergüenzas.  Se había acercado como un depredador de los documentales de la 2. Los había dejado de ver cuando él la dejó a ella.  Muy cerca, separada de la parejita feliz por un seto desarreglado, distinguió el timbre de su voz. Alegre, como el tintineo del cascabel que se balancea en el pescuezo de un cordero.  Se quedó en shock. Y supo que había tenido la culpa. La culpa, no. La responsabilidad. Tampoco. Sus acciones habían actuado de catalizador. De acelerante.  Todo empezó como una broma. Su marido era un poco distraído. Cuando él dejó el teléfono en el banco del parque (en el mismo en el que ahora pelaba a la pava rubia ), en un impulso  tonto lo guardó en su bolso.  Ese fue el principio del fin.  Cuando él metió el coche en el garaje, ella le preguntó, con cierta ironía: — No habrás perdido algo, ¿verdad?  Él, con cierta inocencia, respondió:  — Pue

No te conozco

Estas últimas semanas he estado pensando en esos encuentros inesperados en los que el otro o la otra te conoce, sabe de ti, te llama por tu nombre… y tú no tienes ni idea de quién o qué es el ser  que tienes delante. Suelo preciarme de tener buena memoria para recordar a los que pasaron por mi vida (no han sido tantos, ni tantas, pese a vivir ya varias décadas mi trajín por este mundo no ha sido especialmente llamativo), pero a veces, me ocurre. Lo peor es cuando no te acuerdas, pero ni remotamente, de quién es, y él o ella, no para de revivir anécdotas, bromas, risas y veras. Te pregunta por tus amigas, y las conoce, y tú no sabes dónde meterte. No sabes quién es, pero has perdido tu oportunidad. Debiste decírselo al principio, en los primeros segundos, pero has dejado que hablase, confiando en recordar… Pasan los minutos, el recuerdo no llega y sólo quieres escapar.  Es curioso, pero esto, que es tan incómodo, nos sucede más a menudo de lo que creemos. No me refiero a esos encontro