Deambulo en torno a los restos de la aldea de Cabaloria . No hay calles: la maleza, las piedras que rodaron de las casas en ruinas, las raíces de algunos árboles, dificultan caminar por la ladera del monte. Las mujeres con sus niñas iban a buscar agua a la fuente. Pero cuando el Alagón excedía los límites de su cauce, se veían obligadas a llenar sus cántaros en un arroyo. No eran muchos los hombres, ni los niños, no eran muchos, no, pero eran. Los edificios más emblemáticos eran la escuela y la casa del maestro. Don Ignacio, que vivió allí con su mujer y sus tres hijos, dio clases en los años cincuenta a treinta rapaces y rapazas que entraban en el aula por dos puertas distintas. El resto del tiempo (el que les dejaba la escuela, el ganado, las labores del campo, el quehacer doméstico, el cuidado de los hermanos y hermanas) correteaban, juntos, por el valle. No eran muchas las niñas y las mujeres, no. Pero eran. Se alumbraban con candiles y velas, horneaban pan en cada casa, llev
Ella asiste a las clases de yoga de los lunes y miércoles. Él, con su impecable traje gris de recepcionista, la saluda con corrección, tratando de imprimir aliento, ánimo y optimismo en sus palabras. Si algo se le puede reprochar a ella, que luce, coqueta, su melena pelirroja, es el desánimo, el desaliento. El pesimismo. —¿Qué tal?—, saluda él. —Bueno, bah. Ahí, ahí. Tirando—, le responde, casi invariablemente, ella. Él no se conforma, y el cien por cien de las veces refuta sus palabras. —Tenemos que estar contentos de seguir aquí, vivos. Es suficiente con eso. Si algo se le puede reprochar a él, es que no se ocupa de las plantas de recepción como debiera. Parece mentira que un hombre como él sea tan desatento. No retira las hojas secas del ficus. No riega debidamente las cintas verdiblancas, que aún siendo plantas resistentes, no toleran bien los cambios bruscos en el riego. Ella, los miércoles y, también, los lunes, se lo hace notar. —Retire las hojas secas del ficus. Deje pasar