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De viajes y conversaciones

En mi vida prepandémica viajaba por trabajo. En esos viajes solía entablar conversaciones con personas de toda condición. Imagen de PublicDomainPictures en Pixabay   Recuerdo hoy a aquella mujer de 82 años que se reía como una niña. Había subido al autobús en Plasencia, y volvía a Badajoz, a un pisito de un bloque obrero en el que todos la conocían. Había estado pasando una temporada con una hermana y me contó, con alborozo, que pensaban reunirse, por Navidad, todos los hermanos, en Madrid.  Madrid, iluminada,  está preciosa.  Reía y batía palmas porque, me dijo, si su marido viviese estaría tan contento de poder realizar el viaje por esa autovía tan moderna y tan rápida. Él, al que le gustaba tanto conducir y pescar, que había ganado varios concursos a nivel provincial, regional y hasta estatal. Mi marido lo hubiese disfrutado tanto , me reveló con una chispa de alegría en los ojos.  Me contó de un viaje que se habían regalado las hermanas en el verano. Figúrese, en el balneario,

Perder el norte

Esta semana la inspiración me esquivó. Aunque no ocurrió exactamente así. Había escrito algo sobre la lectura y los clubes, sobre que no me gusta clasificar a los lectores según sus lecturas, sobre que no soporto que la lectura, en un club, se desprenda de la ligereza, de esa suerte de alegría y sencillez tan necesarias y deseables. Sobre que leer sí, también es pasar el tiempo, y sí, preocuparte de las peripecias de la protagonista, y sí, que si eso nos distrae de nuestra propia tristeza, o de nuestro propio egocentrismo, sea por el tiempo que sea, unos minutos, unas horas, unos días... simplemente, me parece  soberbio. Pero me dije que ya estaba bien de escribir y de hablar sobre clubes de lectura, al menos, por esta semana. Así que quise hacerlo sobre cuando uno es demasiado joven para imaginar que el dolor que siente ante un desamor, una ruptura, un alejamiento, tarde o temprano, pasará. Pero caí en la cuenta de que lo importante, cuando uno tiene trece, quince, o diecisiete años,

La dedicatoria

Su quinta novela. Su quinto año de amor. Unos cuantos ejemplares llegarían a casa, con una nota: Iratxe, por favor, abre la caja y revisa su contenido .  Le había enviado, también, un guasap , porque Iratxe, amén de guapa, cariñosa, simpática, alegre y cautivadora, era discreta, prudente. Cariño, hoy llegan algunos ejemplares de mi nueva novela, la quinta. ¿No es bonito que lleguen el mismo día de nuestro aniversario? Cinco años ya, amor... Por favor, revisa algún ejemplar. Sobre todo, la dedicatoria.  La suerte estaba echada. Él, teléfono en mano, vio llegar la furgoneta de reparto y espió al repartidor. Imagen de Pixabay Cinco años dan para mucho, pero ya no daban para más. Habían estado tan enamorados. Se habían querido con locura. Pero, desde hacía meses, todo era más tibio, más monótono, más gris. En fin. Estaba loca por Juan y era culpa del desinterés de Sergio. Si se había fijado en Juan era porque lo suyo con Sergio no funcionaba.  Cumpliría su promesa. Revisaría los ejemplar

No te enamores de un dentista

Estos días estoy yendo al dentista por... el motivo que sea . Y pensé en escribir sobre ello. Hasta que caí en la cuenta de que ya lo había hecho. Hace doce años.  No te enamores nunca de un dentista. De una dentista.  A no ser que seas la poseedora o poseedor de una dentadura sin mácula. Blanca, marfileña, con todos tus molares, premolares, colmillos, caninos y demás familia perfectamente alineados, sin la enfermedad maldita (léase, caries). Tampoco te enamores de un estomatólogo si sufres de halitosis, si tus encías no son tan perfectas como las cerezas (suaves, tersas, sonrosadas, en su punto justo de sazón). No. No lo hagas. Y, si a pesar de todo, ocurre, cambia rápidamente de médico.  Sí. Es que nada ni nadie puede resistir al examen cruel y objetivo de la lámpara amarilla, la silla de tortura, ese hombre o esa mujer que, ataviados con bata blanca y protegidos por mascarillas, inspeccionan, pulen, taladran, horadan, rellenan, soplan, enjuagan, pinchan... en tu cavidad bucal. Con

La bata

Existe un súper poder muy apreciado cuando se es adolescente: el don de la invisibilidad. A los 16 se anhela ser uno más. Hay una suerte de uniforme que potencia esa invisibilidad, cada generación tiene el suyo: pantalones rotos, medias de rejilla. La capa de invisibilidad de Harry Potter.   Desde los 16 a los 17 disfruté de mi propio uniforme. Sólo que éste me dotó de la capacidad contraria. Me hacía visible. Dolorosamente visible.  Era una bata de trabajo, larga y suelta, bicolor. Era una bata heredada, a saber cuántas chicas la utilizaron antes que yo, a saber cuántas la utilizarían después de mí. La bata, decolorada por el lavado semanal, conservaba el cerco de una mancha, en la parte inferior derecha, a la altura del muslo.  Completaba el conjunto unas zapatillas de invierno de suelas de goma y borreguillo por dentro, como las que usan, en casa, señoras como ahora lo soy yo.  Con aquella bata ayudaba a llevar la compra a los clientes del supermercado .  Recuerdo aquella vez que

Isla de tiempo

Leí, hace algunos meses, la novela Mindfulness para asesinos , de un autor alemán que pretende mostrarnos el lado oscuro de esta práctica basada en la meditación que consiste en entrenar la atención para ser consciente del presente .  El protagonista de la novela está estresado. Natural. ¿Cómo no estarlo? Si lo estoy yo a nada que se me juntan tres o cuatro proyectos para otras tantas instituciones. Pues él va por la vida como un barco a la deriva, como un avión con el fuselaje agujereado. Nada de consciencia. Nada de lentitud. Nada de atención. A lo loco. Sin tiempo para, qué sé yo, detenerse a oler el aroma de las rosas, jugar al pilla pilla con su hija, comprarle un regalo a su mujer para celebrar su aniversario de boda. Cosas así. Pobre. Hasta que entra en su vida el mindfulness y el concepto isla de tiempo . No sé tú, pero yo me manejo fenomenal en esto de la isla de tiempo . Hay quien dice que no desconecta, que tiene que obligarse a descansar, que ser productivo es un impera

Volver al hogar

Hace  décadas me dijeron una de las cosas más hermosas que jamás escuché. Ella era una joven a la que conocía por circunstancias laborales y, lo que es la vida y sus azares, el tiempo y mi desmemoria han borrado su nombre y, lo que es peor, sus rasgos. Apenas recuerdo que era morena de pelo negro, largo y ondulado. Era delgada, no muy alta, y llevaba gafas. No sé si le gustaban las novelas decimonónicas o los libros de terror gótico, desconozco qué hacía los fines de semana más allá de que estudiaba para un examen de acceso a Traducción e Interpretación. Sí me acuerdo de que no pasó el examen que, en aquellos tiempos (creo que también en estos) era muy duro, muy difícil. Muy pocos lo aprobaban así, a la primera, sin haber estudiado antes Filología Inglesa. Pero ella decidió intentarlo. Y suspendió.  Casi no me acuerdo del color de sus ojos, pero debían ser castaños o, tal vez, verdes oscuros, pero sí que sé que tenía la piel muy blanca, sin imperfecciones. Aunque no logro recordar s