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Lo pequeño

Esta semana me había puesto yo estupenda. Había escrito mis 300 palabras pensando en esas dos o tres veces al día que me asalta la incertidumbre del vivir. Del sinsentido de la vida que vivo.   Estupenda, ¿verdad? Desde el privilegio de tener un sitio al que regresar, de saber que siempre hay alguien al otro lado del teléfono… soy capaz de ponerme así de estupenda y filosofar sobre si mi vida dócil y rara contiene en sí alguna finalidad.  Pero. Entonces. Algo pequeño en un punto minúsculo del globo terráqueo. Una biblioteca. Cuatro lectores leyendo en voz alta una novela a un compañero que, por su discapacidad visual, no puede leer por sí mismo. En el mundo pasan cosas terribles. Somos capaces de matarnos, de robarnos, de lastimarnos, de herirnos de un modo irreparable. De arrebatar todo al distinto, solo porque es distinto. O de envidiar tanto al otro como para desear su destrucción. Y destruirlo.  Pero entonces, en un sitio muy pequeño de un país muy pequeño (porque el territorio que

Petromaníaca, sin duda

María Belmonte, en algunas páginas de Los senderos del mar , escribe sobre qué significa ser petromaníaco . Nada más y nada menos que  la persona que siente atracción o pasión desmedida por las piedras.  Belmonte se confiesa petromaníaca y yo… quizás lo sea también. Paseo mi mirada por las superficies de mi casa (alféizares, mesas, estanterías) y descubro piedras, piedras y piedras. Algunas las he cogido en las orillas del mar, otras en las veredas de los  ríos de la sierra.  Tengo una botella transparente llena de piedras blancas, redondas, lisas. No se me olvida cómo resplandecían aquella tarde en una playa de Málaga. Las vi y…, de pronto era Diane Keaton paseando con Jack Nicholson en una ensenada americana.   De Lanzarote me traje lava bermellón y negra. También olivina. Fue en el Charco de los Clicos , un día feliz de esos que sabes que raramente se repetirán. La piedra de olivina espejea, verde y gris, humilde y tenue.  Tengo muchos corazones pétreos, la mayoría de ellos quebra

Plano aberrante

Hacía mucho tiempo que no leía nada de Stephen King. A los quince años me poseyó una fiebre inexplicable que me empujó a leer todas las obras que caían en mis manos, pero una vez pasada aquella etapa, me desligué de la producción bibliográfica del maestro.  He leído hace poco Billy Summers   y, además de encontrarme una novela negra entretenida y ágil en la que el autor reflexiona sobre escribir y sus alrededores (como lo catártico del proceso), me topé con esto:  "Todo este asunto le huele mal. No muy mal, solo un poco. Es como una de esas tomas que a veces se ven en las películas en que la cámara se ladea ligeramente para crear una sensación de desorientación. Plano aberrante es como llaman a esa inclinación en el mundo del cine y es la impresión que le genera este trabajo".  Seguro que sabes de lo que habla (aunque el trabajo no sea el mismo que le encargan a Summers, espero).  Recuerdo una vez, hace siglos, allá por la Edad del Hierro. Yo había ido a hacer una prueba a un

Feel the fomo

Hay quien siente ansiedad ante la avalancha de recomendaciones de unos y de otros: hay tanto por leer, por escuchar, por ver, por hacer. Tantas actividades que no te puedes perder, tantos pódcast que son maravilla, tantas novedades literarias, tantas exposiciones increíbles… Recorre las redes un hálito hedonista que nos alienta a experimentar, a irnos a Nueva York para que la inspiración vuelva. Es casi una heroicidad mantenernos centrados en nosotros, en nuestro día. En eso tan de a pie como es ir a comprar el pan.  Entono el mea culpa por si alguno de mis textos (breves o larguísimos como suelen ser mis newsletters) os han hecho sentir así. Hace unos días, una lectora comentó en mi Instagram, que la lista de los reyes godos era más corta que la que iba armando con mis propuestas. Lo escribió como un elogio. Me hizo pensar.  Soy entusiasta a la hora de transmitir lo que me gusta. Pero, si eres lector habitual de mis columnas y de mis cartas, ya sabes que el problema es que mis gustos

El bolígrafo

Pocas personas lo saben pero, cuando dedico mi novelita en papel , utilizo un precioso esferógrafo Mont Blanc . Es blanco y plata, pequeño y suave al tacto y con él me siento como una actriz de Hollywood de los años 40.   Pocas personas lo saben pero, cada vez que escribo con él, recuerdo a mi yo de ocho años, cuando en el colegio una de mis redacciones fue merecedora de un premio. Era, fíjate tú qué cosas, un bolígrafo plateado. La entrega de premios (ocho bolígrafos para ocho niñas) se realizó en el salón de actos, un teatro fantástico con butacas y cortinas pesadas de terciopelo rojo.  No sé cómo me hubiera sentido escribiendo con aquel bolígrafo, porque solo lo vi de lejos. El día anterior, con el corazón brincándome en el pecho, llevé mi redacción a casa para contarlo. Y, por la mañana, con la emoción, la olvidé en mi habitación.  Seño, me he olvidado la redacción.  ¡Eres muy despistada!  ¿Puedo ir a buscarla?  ¡No! Así aprenderás. No sé qué es lo que quiso enseñarme, pero nunca o

Ni un día sin su épica

Cruzó la carretera por el paso elevado. Componía una extraña imagen. Eran los primeros días de septiembre y se encaminaba hacia un edificio público, para realizar un trámite burocrático. Ella, que siempre pensó que la burocracia estaba reñida con la poética.  Hacía calor. Llevaba sandalias blancas. Le hacían daño y, hasta esa misma mañana, no había caído en la cuenta. Solo quedaban treinta minutos para el cierre de las oficinas. Ella, que siempre abominó de los trámites administrativos porque carecían de drama. Pasos elevados del monorraíl, Kuala Lumpur, Malasia .  Tenía una herida abierta en el empeine del pie derecho. En algún momento, esas sandalias blancas que, supuestamente, eran cómodas, le habían procurado una bonita rozadura. Y, hacía pocos minutos, la rozadura se había transfigurado en una llaga que dolía cual llama ardiente. Y no había taxis. Ni autobuses. Y en media hora, la institución en la que tenía que arreglar unos papeles, cerraba. Ella, que siempre tuvo por seguro que

Aquí o allí

 Es inevitable sentirse atraído por jugar a eso de cómo sería yo de feliz si viviera aquí. Si tuviese que caminar por estas calles tan empinadas, si al alzar mi mirada en una primavera voluble, fiera y sin compasión, distinguiera nieve en la montaña; si el ingenio constructivo de los romanos partiese por la mitad mi ciudad, esa en la que iría a comprar el pan y en la que, seguramente, protestaría porque me acordaría de otro pan, de otras calles, tal vez de otro río diferente al Eresma y al Clamores .  Es inevitable jugar a ese juego de disfraz y tratar de adivinar cómo sería un día cualquiera de una primavera cualquiera, bajo un cielo azul brillante que puede tornarse antipático de puro gris. Merodeaba por las calles segovianas, fijándome en dos alcohólicos que disputaban a la puerta de la Casa de los Picos, embebidos en su mundo voraz y desaforado.  Y me fijé, también, en el abrazo ensimismado de una pareja que, en apariencia emocionada, se retrataba con el Alcázar de fondo.  Y, lueg