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Cuesta

 Tengo que ser sincera con vosotros, lectores. Esta semana me ha costado escribir la columna. Mucho. Como subir en bici un puerto de montaña bajo la lluvia, con la presión de las cámaras que retransmiten tus vanos esfuerzos. Esfuerzos vanos, porque el pelotón no te deja escapar: te atrapa, te absorbe y te vomita.   Pero aquí estoy, al fin. Unas pocas horas antes del jueves, escribiendo palabra tras palabra para tratar de llegar a trescientas. Y eso que, habitualmente, tengo que eliminar varias decenas. Hoy, no sé si voy a llegar. Quizás me quede en alguna curva, a mitad de camino, en ciento cincuenta.  Pero aquí estoy. Intentándolo. Pese a que el pelotón me devoró y me abandonó, pese a que la angustia y la tristeza, también me alcanzaron. Como a ti, como a vosotros. Pese a que tengo suerte (¿ puedo, querida Rosa, escribir que es buena ?), y no hay nada concreto por lo que entristecerme.  A veces la tristeza nos alcanza, por mucho que pedaleemos con todas nuestras fuerzas. Como un pelot

Estar en Las Batuecas

Estar en Las Batuecas significa lo mismo que estar en Babia:   alejarte de la grisura y dejarte llevar por ensoñaciones varias.  El otro día estuve en Las Batuecas , literal y metafóricamente. Fui y estuve. Escuché un rumor de hojas, gruñidos, algo que corría salvajemente cerca del lecho del río. Era un jabalí, y casi me pareció ver a un joven muchacho tras él, armado con una lanza de punta pétrea, ágil y flaco, vibrante y chispeante como un rayo.  Transité por un camino en el que las raíces de los árboles centenarios te hacen tropezar una y otra vez, y pese a que estaba polvoriento por la falta de lluvia y es mucho más hermoso en las primaveras y en los otoños, me sentí (como cada vez que camino por él) prehistórica y primigenia, una mujer hecha de tierra, de agua, de luna llena. Olfateé el olor a higuera bajo el sol. Había mariposas blancas que se dejaban acariciar con la punta de mis dedos. Galopaba el aire, audaz, veloz. Sentí el pálpito de la sangre, bombeada con fuerza por mi co

Fechas de caducidad

Hace años, en otra vida, trabajé en un supermercado. Fui reponedora, cajera, limpiadora, oveja negra, chivo expiatorio. Después de aquellos meses, tuve otra vida, y luego otra, y ahora otra; pero esas son otras historias .  Mi novio de entonces estaba haciendo la mili en Albacete. Yo estaba enamorada, tanto como solo se puede estar a los dieciséis. Sorda, ciega y ajena a todo lo que no fuese aquel amor. Él volvía a casa cada mes, y pasaba en nuestra ciudad catorce o quince días. Recuerdo nuestras despedidas, nuestros encuentros, las lágrimas calientes y saladas, los abrazos en la estación de tren, lo guapo, lo delgado y lo niño que estaba, y era. Entre permiso y permiso, yo trabajaba diez horas diarias en la tienda. Pese al frío, lo que más me gustaba era ordenar la cámara de los yogures: me reconfortaba colocar los envases por su fecha de caducidad. ¿Sería porque era ordenada y metódica? No, nunca lo fui; ni entonces, ni ahora. Era por las fechas.                                    

Septiembres

Este mes de septiembre, con esa luz que madura los membrillos , es incertidumbre, desazón y nostalgia.  Algo se nos ha roto por dentro, y toca recomponerlo. Nunca quedará igual: la grieta se advertirá y ya no brillará tanto como antes. Da miedo no tener un plan, un mapa, una programación que nos guíe.  Mientras escribo esta columna, recuerdo otro septiembre. El de hace cuatro años. Algunos de sus días los pasé en Óbidos , una localidad portuguesa amurallada y rendida al turismo, una villa literaria que acoge la Feria del Libro, la Feria del Chocolate y a saber cuántos otros festivales y ferias más. Aquel septiembre de 2016, por sus calles empedradas nos deslizábamos hordas de gentes yendo y viniendo de una librería a otra, de un espectáculo a otro, de una charla a otra. Entre acto y acto, me escapaba a un mirador de la muralla y, bajo un árbol gigante, leía y pensaba que aquella tristeza no amainaría. Porque septiembre es el mes de los comienzos y de los finales. Un amor. Un proyecto.

Lisboa

He estado en Lisboa  en dos o tres ocasiones, y muy pocos días, pero desde el primer momento en el que me asomé a  Terreiro do Paço ,  subí a un tranvía e hice cola para coger el  Elevador de Santa Justa ... quise vivir en ella. No para siempre, solo cinco o seis meses; el tiempo justo de alojarme en una buhardilla de la  Baixa , ir a comprar el pan, hacer fotos, sentarme en una cafetería, intentar hablar portugués aunque los lisboetas se sonrían maliciosamente. Escribir, quizás, una novela.  Ir a trabajar a una librería o a una floristería. Perderme en sus calles, visitar una y otra vez todos sus miradores. Tomarme un vino tinto mientras atardece. Pasear por  Bélem  y contemplar el Tajo que allí se asemeja todo un mar. Escuchar fados y sollozar de la emoción.   Dice Sabina que al lugar al que has sido feliz no debieras tratar de volver , pero ¿qué ocurre si solo has tenido la intuición? Si aún no has sido feliz allí, pero crees que podrías serlo, ¿debes volver? En Lisboa ya estuvimos

Cuentos, matemáticas y unos ojos verdes

Lloraba como algunos niños lloran, sin hacer ruido. La joven maestra en prácticas, se le acercó: No llores preciosa, que te vas a estropear esos ojos verdes, tan bonitos . ¿Verdes? ¿Bonitos? Era la primera vez (más de cuarenta años después está casi segura) que alguien decía eso de sus ojos. Hipando, corrió hasta los servicios del colegio, y allí, mirándose al espejo se maravilló. ¡Sí, eran verdes! Verdes color charca, sí, pero verdes. Y, bueno, no eran feos sus ojos, qué va. Llenitos de rojeces, pero eso solía ocurrirle cuando lloraba. Pero los ojos... ¡se le habían vuelto verdes! Aquello era una pura maravilla. Foto de  @dizzyd718  en unsplash.com En un tren, un hombre y una mujer se cuentan cosas de su infancia. Ella escribía cuentos con siete, ocho años. Él, era un lince con las matemáticas. Con ocho, o siete años. Un día, ella llegó a la clase, la estaban esperando dos maestras. Una mañana, él llegó al aula, y se la encontró vacía, con uno o dos profesores. A ella, la hicieron sen

Hoteles

Me he alojado en bastantes hoteles. Hoteles de variado pelaje y condición, desde la humilde pensión con máquina de café y bollería industrial, a hotelazos con almohadas a la carta . Ahora bien, es distinto si es por trabajo o por vacaciones. Radicalmente. Marzena Slusarczyk (Katowice, 1976) Cuando estás en un hotel por trabajo, sea cual sea su categoría, ubicación y demás prestaciones, hay algo que se repite una y otra vez como las películas de los sábados por la tarde. La sensación de soledad, que te asalta de pronto y por sorpresa. Tú ya has estado ahí, encaramado a esa desolación. Lo has vivido en el hotel del norte, cerca de Tataramundi; o en el hotel de cuatro estrellas del paseo marítimo de la isla afortunada; o en aquella pensión logroñesa regentada por una señora a la que le gustaba tu abrigo rojo; o en el hostal emeritense que luce bustos de emperadores romanos. De pronto te sientes solo, te sientes sola, y la manta es muy fina, y tienes que acostarte con un jersey y unos cal