Me he alojado en bastantes hoteles. Hoteles de variado pelaje y condición, desde la humilde pensión con máquina de café y bollería industrial, a hotelazos con almohadas a la carta. Ahora bien, es distinto si es por trabajo o por vacaciones. Radicalmente.
Cuando estás en un hotel por trabajo, sea cual sea su categoría, ubicación y demás prestaciones, hay algo que se repite una y otra vez como las películas de los sábados por la tarde. La sensación de soledad, que te asalta de pronto y por sorpresa. Tú ya has estado ahí, encaramado a esa desolación. Lo has vivido en el hotel del norte, cerca de Tataramundi; o en el hotel de cuatro estrellas del paseo marítimo de la isla afortunada; o en aquella pensión logroñesa regentada por una señora a la que le gustaba tu abrigo rojo; o en el hostal emeritense que luce bustos de emperadores romanos. De pronto te sientes solo, te sientes sola, y la manta es muy fina, y tienes que acostarte con un jersey y unos calcetines; o hace mucho calor y el aire no funciona, y te despiertas por la noche y quisieras estar en tu casa, en tu cama, con tus cosas, sentirte reconfortado con la vista conocida que te ofrece tu ventana.
Sin embargo, la soledad no es el mayor peligro. Si has ido con alguien a quien no conoces muy bien, mientras tomáis esa última copa en el bar del hotel (qué cinematográfico), os contáis vuestros anhelos, la raíz de vuestra amargura o de vuestra felicidad. Luego os encontráis en otro viaje de trabajo, y os miráis tratando de adivinar qué os contasteis, cuánto recordáis, cómo será vuestra relación de ahora en adelante.
Un viaje, un hotel, la soledad, dos desconocidos: peligro. Poned vosotros el título de la peli.
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