Este mes de septiembre, con esa luz que madura los membrillos, es incertidumbre, desazón y nostalgia. Algo se nos ha roto por dentro, y toca recomponerlo. Nunca quedará igual: la grieta se advertirá y ya no brillará tanto como antes. Da miedo no tener un plan, un mapa, una programación que nos guíe.
Mientras escribo esta columna, recuerdo otro septiembre. El de hace cuatro años. Algunos de sus días los pasé en Óbidos, una localidad portuguesa amurallada y rendida al turismo, una villa literaria que acoge la Feria del Libro, la Feria del Chocolate y a saber cuántos otros festivales y ferias más. Aquel septiembre de 2016, por sus calles empedradas nos deslizábamos hordas de gentes yendo y viniendo de una librería a otra, de un espectáculo a otro, de una charla a otra. Entre acto y acto, me escapaba a un mirador de la muralla y, bajo un árbol gigante, leía y pensaba que aquella tristeza no amainaría. Porque septiembre es el mes de los comienzos y de los finales. Un amor. Un proyecto. Un trabajo. Un lugar del que marcharse. Un lugar al que volver.
Ahora que el mes de septiembre de 2020 está casi intacto, y la saudade nos invade (porque no es un septiembre como otros septiembres), me acuerdo de aquellos días en la villa portuguesa, cuando degusté licor de cereza, y saboreé helado de cereza, y vi cómo unas panaderas hacían pan y bizcochos mientras tomaba un café con leche tras otro sentada en una plaza junto a un gato viejo, gordo y enfermo. Entonces calibraba que lo que terminaba había sido tan importante para mí, que lo que llegara después no sería nada. Me equivoqué.
La grieta se ve, pero el jarrón está más bello. Pongamos un poco de alegría a este mes incierto.
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