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Estar en Las Batuecas

Estar en Las Batuecas significa lo mismo que estar en Babia: alejarte de la grisura y dejarte llevar por ensoñaciones varias. 



El otro día estuve en Las Batuecas, literal y metafóricamente. Fui y estuve. Escuché un rumor de hojas, gruñidos, algo que corría salvajemente cerca del lecho del río. Era un jabalí, y casi me pareció ver a un joven muchacho tras él, armado con una lanza de punta pétrea, ágil y flaco, vibrante y chispeante como un rayo. 

Transité por un camino en el que las raíces de los árboles centenarios te hacen tropezar una y otra vez, y pese a que estaba polvoriento por la falta de lluvia y es mucho más hermoso en las primaveras y en los otoños, me sentí (como cada vez que camino por él) prehistórica y primigenia, una mujer hecha de tierra, de agua, de luna llena. Olfateé el olor a higuera bajo el sol. Había mariposas blancas que se dejaban acariciar con la punta de mis dedos. Galopaba el aire, audaz, veloz. Sentí el pálpito de la sangre, bombeada con fuerza por mi corazón, ya no tan joven, pero aún gozoso. 


En esta ocasión no subí al Canchal de las Cabras Pintadas, pero me acordé de aquella tarde de hace un año, cuando en nuestro lenguaje cotidiano no aparecían términos como confinamiento, mascarilla, distancia. Hace un año hacía mucho calor, y llovía. Llovía. Llovía. Cerca del Canchal, guarecidos, nos refugiamos con una familia: un hombre, una mujer, una adolescente, un niño rubio como un relámpago. No hubo distancia. El valle estaba en silencio, pero aquel relámpago infantil no dejaba de reír, empapado. Me acordé de aquella tarde, en Las Batuecas

Seguro que vosotros tenéis vuestras Batuecas, vuestra Babia. Ese paraje literal o metafórico, al que voláis para escapar de lo gris. Contadme. 


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