Los minutos pasaban como transcurren los años cuando ya no eres joven. Veloces y lentos, espesos y líquidos. Todo a la vez, pero no en todas partes.
El autobús, animal mitológico con achaques, bramaba en las cuestas, se sofocaba en las rasantes y rebuznaba en las curvas cerradas del puerto de la sierra. Aún quedaban horas por delante para llegar a la ciudad del Guadiana, y el viaje de introspección la mantenía callada y temblorosa. El viaje real, el físico, la había trasladado a un estado de suave nostalgia, casi una saudade, algo parecido a lo que se siente cuando se escucha una y mil veces la misma canción. Esa que te entristece y, sin embargo, te eleva de las miserias cotidianas en una imposible y sutil búsqueda de la belleza.
No sabía por qué había decidido irse, en mitad de una semana laborable en la que, por otra parte, no tenía programada ninguna visita ni cerrado un solo itinerario de trabajo. No lo entendía, solo sabía que había sentido que debía ir y encontrarse con aquellas personas para las que trabajaba, tomarse un café con ellas, tal vez reír y recitar unos versos. Mirar el río, los puentes, las gentes tan distintas y tan iguales a las que viven donde ella vive. Quién sabe. A veces el alma se pone veleidosa y las razones no son más que eso. Caprichos.
Fotografía del Guadiana a su paso por Badajoz, regalo de Florencia Corrionero.
Lo que no suponía entonces y ahora conoce es que esa canción hermosa quedaría prendida, para siempre, de la memoria de aquel viaje interior y exterior. Nunca más, en los días que se sucedieron y se sucederán, volverá a escucharla sin acordarse de esas ganas de escapar, de vivir en otro sitio, de ese lamento ensordecedor que, aún no se lo explica, ninguno de los viajeros del autobús escuchó.
Emocionante tus palabras, la imagen, la canción..., Hay mejor manera de fomentar la lectura? Gracias.
ResponderEliminarLa mirada de la lectora termina de escribir el texto... Muchas gracias a ti. Feliz domingo :-)
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