La maestra le había preguntas sobre los rodajes, sobre cómo eran las sesiones, a qué hora tenían lugar, con qué frecuencia... Quería saberlo todo: cuánto tiempo a la semana dedicaba Kimmy a Happy Break y cuánto tiempo le dejaba para jugar y aburrirse. ¿Aburrirse? ¡Pero si mi hija no se aburre nunca!, había respondido orgullosamente Mèlanie. Happy Break era su vida. Aquella mujer no podía entenderlo.
Acabo de terminar, entre fascinada y horrorizada, Los reyes de la casa de Delphine de Vigan. Mèlanie tiene dos hijos, Kimmy y Sammy, a los que dirige en su exitoso canal de YouTube. En Happy Break Mèlanie se dedica a contar, paso a paso, todas las andanzas familiares: ir de compras, a un parque de atracciones, desayunar, preparar la cena. Interactúa con la audiencia a la que consulta todo tipo de decisiones. El secuestro de Kimmy es la excusa de la que se sirve la autora para desplegar ante nosotros un historial de abusos, explotación y sobreexposición de menores. Los niños, según su madre, son youtubers porque es su vocación: están encantados con tanto amor y besos amorosos como reciben de sus seguidores.
Y, claro.
Al leer la novela te sientes superior a esa madre enloquecida, absurda y superficial que no duda en explotar a sus hijos para ganar adoración, dinero y fama.
Pero, atención.
¿No miramos vídeos de críos adorables que estrenan unas botitas gracias al patrocinio de tal marca? ¿No seguimos, minuto a minuto, el embarazo de la influencer? ¿No nos emocionamos con las manitas del bebé? ¿Dónde está el límite? ¿Qué responsabilidad tenemos nosotros, los que damos like a las publicaciones de la familia más guapa y moderna de Instagram?
Y, al crecer... ¿Cómo se sentirán esos niños?
Sabemos cuál es su comida favorita.
Cómo ríen.
Cómo lloran.
Pensemos.
(Este asunto es complejo y nadie, pienso, está en posesión de la verdad, por supuesto yo tampoco. En mi opinión tenemos que pensar este asunto con calma, como individuos y como sociedad. Si tenéis oportunidad, no dejéis de leer la novela).
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