Me fascinan las cápsulas del tiempo. Estás tan tranquilo en Idaho, con la mirada y el afán puestos en las cumbres de ese macizo rocoso que no sé ni escribir ni pronunciar, y te asalta el deseo de cambiar el suelo del cuarto de baño. Sí, hagámoslo, le dices a tu pareja, una mujer o un hombre que comparte contigo ese mismo deseo irrefrenable. Y, voilà.
Bajo el suelo descubres una arqueta torpemente cerrada, que contiene una botella de vidrio de hace por lo menos cien años (que en EEUU es mucho tiempo) y, en su interior, un penique, una caja de cerillas y una carta fechada hace treinta años. (Treinta años es también mucho tiempo para EEUU, pero mucho). En la carta, el albañil Joe y el peón Jimmy (con el apoyo silente de Bill, fontanero) te saludan y te cuentan que arreglaron una avería en las cañerías del cuarto de baño (¡hace treinta años! Pues sí que la solventaron bien, sí). Y que esperan que no hayas levantado el suelo por la misma avería porque según su criterio profesional, eso no debería de ocurrir, así, a la buena de dios. Te quedas pensando si este capricho veleidoso de poner otro modelo de loseta te acarreará la creación de tu propia cápsula, o si es mejor dejarlo correr. De momento, te quedas mirando los picos de las montañas de nombre americano que no sé decir, ni escribir.
Leo que hay cápsulas del tiempo fortuitas e intencionadas: por ejemplo, la de nuestros queridos Joe y Jimmy (con la aquiescencia de Bill) está hecha con toda la intención. La caja del tiempo en la que se convirtió Pompeya tras el despertar del volcán es ejemplo de todo lo contrario.
Me fascinan las cápsulas del tiempo. ¿Crearías una? ¿Qué pondrías en ella?
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