Acabo de terminar de ver la serie de Netflix ¿Quién es Anna?, en la que se narra la historia real de la estafadora y timadora rusa Anna Sorokin, que se hacía pasar por una rica heredera alemana llamada Anna Delvey.
El artículo de la periodista Jessica Pressler es la base de la serie y, como se nos avisa en cada inicio de sus nueve capítulos, toda esta historia es completamente cierta, excepto por todas las partes que fueron totalmente inventadas.
Me ha gustado la serie y me ha alucinado la historia de Anna, no porque casi consiguiera que bancos y fondos de inversión le concedieran la friolera de veinticinco millones de dólares para crear el refugio de artistas y club social Fundación Anna Delvey, ni porque los socialités se la rifasen (a fin de cuentas, era joven, elegante, segura de sí misma y desprendía aroma a glamur y dinero), sino porque termina la serie y nos sentimos fascinados y horrorizados por su comportamiento, pero ante la pregunta que se nos plantea desde el título traducido, ¿Quién es Anna?, contestamos: ni idea. Ni la más remota idea.
No la conocemos, no sabemos cómo piensa, qué siente, qué la emociona, cómo se le ocurrió tamaña estafa, qué hay de verdad tras esa aparente fragilidad, delgadez y sutileza que evocan a una Audrey Hepburn desayunando frente al escaparate de Tiffany’s.
Pero, ¿a quién conocemos? ¿Te conozco? ¿Me conoces? ¿Sabes de todos mis rincones oscuros, de mis pequeñas y grandes miserias, de lo que me hace reír o llorar?
A menudo pienso que somos unos perfectos desconocidos para los otros y, lo que es más inquietante, para nosotros mismos. Podemos intuirnos, predecirnos, adivinarnos… pero nos sorprendemos una y otra vez con ciertas reacciones insospechadas.
¿Quién eres tú?
¿Quién soy yo?
No importa.
Imaginémonos juntos.
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