En una noche como la de ayer de hace veintidós años, hallaron muerto a Enrique Urquijo en un portal de la calle Espíritu Santo, de Madrid. Tenía 39 años, una hija, un amor que resultó ser el último, un puñado de grandes canciones, unos hermanos, un desafío musical con Joaquín Sabina y una tristeza antigua. Era noviembre, y hacía frío.
Ayer, vi el programa que le dedicó Imprescindibles: Volver a ser un niño. Si aún no lo habéis visto, no os lo perdáis. Es conmovedor. Y duele.
En el programa hablan sobre él amigos de la infancia, productores musicales y músicos, sus hermanos Javier y Álvaro, algunos profesores, su médico personal. Le echan de menos, aún y todavía. Además de estremecerme en algunos momentos (ya sabéis, una siempre siente nostalgia de aquellos tiempos en los que fue más joven), me llamó la atención el especial énfasis que ponían todos en destacar lo divertido que era. Estaba triste, pero te hacía llorar de risa. Era el más ingenioso, el que gastaba las mejores bromas. No era aburrido.
Yo soy de las que piensa que la tristeza no es lo opuesto a la alegría, sino que van de la mano. No concibo esta última sin conocer la pena, esa tristeza profunda que muchos llevan en el alma y que hace que sean capaces de valorar la alegría en su justa medida
ResponderEliminarSí... Y que se puede tener o sentir tristeza y tener alegría. Eso no quiere decir que uno sea felicísimo. Pero, hasta en los peores momentos, se puede sonreír...
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