Hace poco más de un año estaba yo, tan campante, en la hermosa ciudad de
Las Palmas de Gran Canaria. Fui para impartir una charla en una jornada
profesional.
Todo bien. ¿O no?
Por un terrible retraso en el vuelo, llegué al hotel muy tarde y caí a plomo en la cama. Lo gracioso del tema llegó en las primeras horas de la mañana; me levanté, me duché, y me dispuse a arreglarme antes de bajar a desayunar al comedor.
(Sí. Soy de esa clase de humanos que no son nadie si no desayunan.)
Ahí, en ese cuarto de baño blanco, iluminado e impersonal de un hotel, a miles de kilómetros de mi espacio de confort, me miré en el espejo. Y sentí que todo era una broma. No, no me habían invitado a mí, se habían confundido. No, yo no tenía ni idea de aquello de lo que iba a hablar. Pero, ¿qué hacía yo allí? Descubrirían enseguida que lo mío era puro cuento, que todo había sido una farsa. Que veinte años de profesión no son nada. Deseé llamar un taxi, huir hasta el aeropuerto como si hubiese cometido un crimen, comprar un billete de avión y volar, volar alto y lejos, muy lejos.
No lo hice, claro. La impostora que me miraba desde el espejo, con el pelo empapado y las ojeras violáceas, inspiró profundamente. Contó hasta diez. Se convenció de que no podía marcharse, no. Tendría que engañarlos a todos una vez más, otra.
La primera vez que me sucedió fue hace años, casi en otra vida. Entonces estaba en un pueblo asturiano, y quise huir en un autobús, lejos, muy lejos. No volver a ese aula donde veinte profesores me esperaban. Pero entré.
La impostora me observa desde el espejo. Pero entro y me quedo.
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