El gigante llegó a Florencia tras una travesía marítima y una travesía fluvial: navegó el mar Mediterráneo y remontó el río Arno. El destino de este bloque de mármol imponente era noble: servir de contrafuerte, junto a otras once estatuas del Antiguo Testamento, de la Catedral de Santa María de las Flores. Medía alrededor de dieciocho pies de altura (en torno a cinco metros), pesaba cinco toneladas y desde el principio se convirtió en un verdadero quebradero de cabeza.
Sucedió que varios escultores lo hirieron inutilmente. Uno, no fue capaz de terminar el mandato. Otro, lo abandonó por motivos desconocidos. ¿Quizás por que no quería ser recordado como el artista incapaz de realizar el David?
Durante décadas dormitó el gigante en el taller de la Catedral, antes de que los supervisores de las obras se decidieran a reclutar a un artista que deseara terminar la escultura. El elegido fue un joven y reconocido escultor de 26 años: Miguel Ángel Buonarroti. Corría el año 1501.
¿Es, quizás, demasiado evidente la tentación de vincular este David adolescente, fiero y extremadamente hermoso, con la búsqueda de la perfección? Quizás. Pero no puedo dejar de pensar que cada quien hace lo que puede, con lo que tiene. Seguro que Miguel Ángel, años después, caviló que podría haber hecho una figura más proporcionada. Tal vez se dolió de haber aceptado aquel mármol defectuoso, marcado por otros escultores que no supieron o no quisieron terminar la obra encomendada. Pero. El David de Miguel Ángel no es perfecto. Es insuperable.
Tal vez aquéllo que hiciste ayer, hoy lo harías de otra forma; no aceptarías según qué condiciones. Dudas, porque no estás satisfecho de cómo resultó. Pero si pusiste todo de tu parte: tu habilidad, tu conocimiento, tu experiencia, tu intuición... seguro que no quedó perfecto. Sí, insuperable. Hermoso.
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