En las películas de aventuras el prota suele llevar el salvoconducto en el bolsillo interior de la chaqueta. Se trata de un pergamino enrollado y atado con una cinta carmesí, mugrienta y deshilachada, que se desata para comprobar sellos, firmas y el texto que permite a nuestro héroe la libre circulación. Incluso en las horas del toque de queda.
Aún así, pese al salvoconducto, nuestro protagonista ha de tener cuidado, moverse con precaución, saber interpretar las señales. Los perímetros de las poblaciones suelen estar acordonados, asegurados por patrullas aguerridas, hombres y mujeres con una misión, tipo Harry Bosch. No es cuestión de exponerse, por las buenas, a un encontronazo desagradable con un servidor de la ley extremadamente cumplidor.
Otros peligros son la pérdida, el olvido, el robo o la vigencia del salvoconducto. Se impone distancia y discreción, pues no hay nada más lamentable y comprometedor que no hallar el pase en ese momento crítico en el que la autoridad lo solicita.
En estos tiempos inciertos en los que vemos una foto de una muchedumbre y en lo primero que pensamos es en la ausencia de mascarillas, volvemos a utilizar términos relegados a lo más profundo de nuestra memoria colectiva. La distancia con desconocidos, la desconfianza ante situaciones, lugares, higiene, usos y costumbres. Nuestras sonrisas embozadas.
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No había caído en la cuenta del poderoso salvoconducto de una sonrisa. Cuántas veces mi sonrisa ha conseguido mucho más que mis argumentos; pese a estar un poco baqueteada por la edad y las inclemencias del tiempo, aún cumple su función. Fijaos, si no. Ayer, en un encuentro virtual, alguien me pidió que le dedicase una sonrisa, y lo hice.
A veces, escribir sirve para sonreír. Aquí está la sonrisa de esta semana: la cinta deteriorada, el papel amarillento, la firma apresurada. Espero que sirva.
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