Estos días he estado bailoteando en zumba Jerusalema. África se está poniendo de moda con la internalización de sus canciones, libros y películas. Hace casi un año estuve en Casa África, en Las Palmas de Gran Canaria, y allí se me hizo notar el prejuicio: África es diversa, llena de matices y realidades distintas. Se nos olvida que no es un país.
Vamos por la vida con gafas oscuras. Vemos, pero no de verdad. A menudo escuchamos que viajar es lo mejor para educar la mirada, conocer a los otros, otras culturas. Pero si vamos con antifaz, cargados de nuestros prejuicios, aferrados a nuestras creencias más profundas y radicales, no aprenderemos nada. Viajemos, o no. Leamos, o no. Hay que estar dispuesto al zarandeo, a que lo que creías cierto resulte una quimera. Y eso es incómodo, doloroso incluso. Ni siquiera la persona más permeable al cambio lo es a tiempo completo.
A veces trabajamos con alguien, salimos a tomar un café, conversamos educadamente. Lo vemos, pero no de verdad. Pasa tiempo antes de que ver se convierta en mirar. Entonces, nos sorprendemos. Y encontramos que aquella mujer, aquélla, es capaz de guardar tus secretos, tus confidencias. Que sabe dar buenos consejos. Que es templada, que desprende paz, y que no ceja en su empeño de buscar soluciones, de hacer, de ayudar. Y, también, caemos en la cuenta de que esa mujer, esa, con la que te has reído tantas veces, a la que has gastado bromas, la que te ha tomado el pelo y con quien tenías (al parecer) tantas cosas en común... es capaz de venderse y venderte por un par de bolsos de marca (aunque sean outlet), una funda de ordenador y unas gafas de diseño.
Qué difícil es ver de verdad. Ver, y que nos vean.
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