Dice llamarse Morris Gibson y ser abogado de Canadá, o sea, canadiense. El angelito me ha escrito porque tiene una transacción de fondo de herencia para esta que escribe, la misma que viste y calza. Resulta que su cliente, y toda su familia (pobres, qué tristeza), han fallecido al unísono, esto es, a la vez. Un banco situado en el oeste de África, en la República Togolesa, custodia la friolera de 13.580.000 dólares (¿canadienses, americanos?, esto no lo aclara) que el cliente ahorró (ganó, robó, estafó, contrabandeó...) para mí. Bueno, no se sabe exactamente si para mí, pero es que Gibson, Morris para los amigos y clientes, dice que tengo el mismo apellido que su cliente fallecido. No sé qué apellido compartimos, pero es sabido que para los ¿americanos? , ¿canadienses?, solo importa uno. La verdad es que no dejo de darle vueltas a la enormidad de la cantidad. ¿Cómo llegaría a las manos del cliente del abogado canadiense? ¡A ver si es que encontró el Tesoro de Moscú! O El Dorado... Igual era un cazatesoros, o un narco, o un influencer. Estoy en un sinvivir.
Y luego está el pobre Gibson. Me lo imagino indagando en archivos familiares y árboles genealógicos hasta dar conmigo, la HEREDERA con mayúsculas. Pide fervorosamente (me lo solicita, me lo ruega) que le contacte. Quiere que hagamos buenos negocios juntos.
Este correo me ha recordado otro de hace años. En él se me pedía dinero para parar unas fotos que me había hecho un detective. El supuesto remitente no era el detective, sino el que me acompañaba en las fotos inexistentes.
Me pregunto cuán desesperado ha de estar uno para picar el anzuelo de la herencia multimillonaria. Cuán culpable ha de sentirse para pagar sin rechistar.
La vida, a veces, es como una mala novela.
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