Como escribe Rosa Montero, las vidas son siempre mucho más pequeñas que nuestros sueños; incluso la vida del hombre o la mujer más grandes es infinitamente más estrecha que sus deseos. La vida nos aprieta en las axilas, como un traje mal hecho.
Por eso, los seres humanos nos hemos inventado artificios: nos contamos cuentos, nos cantamos canciones, hacemos tapices, acuarelas. Aunque, mirando atrás tengamos la sensación de haber vivido varias vidas, son solo variantes de la misma. Pero tenemos la palabra, la música, el color azafrán, la belleza.
Hace años proyecté escribir todas las vidas que cita Joaquín Sabina en la conocidísima la del pirata cojo, con pata de palo. Solo escribí una.
Aún así, confieso (y llegados a este punto he de confesar que no sé por qué os hago tantas confesiones, la verdad), confieso que muchas veces, juego a imaginarme distinta. Cantante de orquesta, por ejemplo. ¿Me imagináis aferrada a un micro de pie, cantando la del pirata cojo, con pata de palo, con parche en el ojo, con cara de malo, el viejo truhán capitán de un barco que tuviera por bandera un par de tibias y una calavera?
Yo, tampoco.
Y, muchas veces, calibro qué hubiera ocurrido si hubiese dicho muchas, muchas más veces, no. Si me hubiera marchado a otra ciudad (ya lo sabéis... a Lisboa). Si no me hubiera quedado tantos años trabajando en el mismo lugar. Si hubiese estudiado Historia del Arte. O Periodismo. No me arrepiento de las decisiones tomadas, no es eso, a fin de cuentas, no podemos leer todos los libros, ni vivir todas las vidas. Pero algunas veces, me pregunto qué piel habitaría si hubiese dicho más veces... sí.
Aún así. Nos quedan la música, el verde esmeralda, las palabras. Nos queda nuestra vida pequeña. Pequeña, y preciosa.
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