Yo había escrito otra columna para este jueves. Creo que no me había quedado mal, estaba razonablemente satisfecha. ¿Os ha ocurrido alguna vez? Un asunto, el que sea, comienza a llamar tu atención de todas las maneras posibles. Te da un codazo. Te pone la mano sobre el hombro. Te vuelve la cara para que lo mires de frente, como si fuese un niño necesitado de toda tu atención.
Pues así ha pasado con esta columna. El tema, el niño que me apretó el rostro entre sus manitas mirándome muy cerca y poniendo los ojos bizcos, fue el aburrimiento.
A medida que voy cumpliendo años encuentro que me es más fácil aburrirme. No estoy hablando de ese aburrimiento creativo tan necesario, ese que se traduce en estar tumbado boca arriba mirando al techo, o a las nubes, o a las hojas de los árboles, o a la estela de un avión, o a un escuadrón aviar. No. Ese modo de aburrirse es bonito, útil. Se confunde con la siesta, con la indolencia de la procrastinación, con el permitirnos dejar de ser productivos y salirnos del sistema un ratito. Me refiero al aburrimiento provocado por algunas personas. Se dedican a algo serio, y para que no deje de serlo, o para que no le cuestionen el sillón, la silla, la cátedra, el escaño, hacen del conocimiento algo muy, muy, muy aburrido. Soporífero. Insoportable.
No es necesario aburrirnos tanto. No es necesario mirarnos el ombligo tanto. Siempre hablando de lo que es mejor para ellos, pero sin ellos... en una especie de despotismo ilustrado abiertamente trasnochado y pandémico.
Por fortuna están las palabras, los libros, algunos autores. Benito Pérez Galdós, por ejemplo.
En marzo de 1808, y cuando habían transcurrido cuatro meses desde que empecé a trabajar en el oficio de cajista...
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