Acabo de terminar de leer la novela El tigre y la duquesa, de Jordi Solé y, en ella, aparece un Mercadona. Confieso que antes, cuando ir al supermercado no era nada más que una obligación fastidiosa, me entretenía observando a los clientes, a las cajeras... De niña solía mirar fijamente a los ojos de las personas que pululaban por ellos, me fascinaban sus ademanes, lo que decían y, sobre todo, lo que no decían y se adivinaba. Yo era distraída y no me llamaban la atención las cosas prácticas, pero ay, el ser humano me parecía (y me parece) algo maravilloso. Más de un sábado por la mañana, en la cola de la caja, una de esas personas a las que yo no les quitaba ojo, me acariciaba la cabeza mientras murmuraba, divertida, ay, esta niña, qué miras bonita. Bien, no sé si divertida, la verdad. Igual, un poco mosqueada.
Ángela, pintura pastel de Germán Aracil.
Me temo que sigo igual, imaginando que esa pareja que se mueve rodeada de una campana de intimidad, está empezando una relación que no será apacible, ni sensata. Pero sí electrizante, uno de esos amores que te hacen sentir dolorosamente vivo. Me imagino que ese matrimonio de muchos años está pensando en abandonarse, pero no se atreve. El uno no quiere lastimarla; la otra, no quiere herirle en su amor propio. Y en eso se les va la vida. Y aquellos amigos, aquellos. Hay dos que están enamorados de la misma chica, son rivales y están furiosos, como dos animalitos jóvenes y tercos. Y ella, pizpireta y hermosa, se deja querer, sin caer en la cuenta de que todo tiene un final, una consecuencia y una herida.
Antes, cuando ir al supermercado no era una batalla de miradas de desconfianza. Ahora. Fascinantes en nuestras miserias y en nuestras grandezas. Únicos.
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