Hubo una vez que alguien intentó hacer ALGO por mí. Algo grandioso, un gesto inesperado y casi rocambolesco. No salió bien del todo, pero implicó a tanta gente, hizo tantos movimientos, realizó tantas llamadas..., que su empeño (supuestamente altruista) no pasó desapercibido. Todo lo contrario.
Durante bastante tiempo pensé que nadie había intentado hacer por mí algo tan bonito. Me acuerdo que se lo dije. Gracias, no recuerdo que nadie, nunca, jamás, haya hecho algo tan bonito por mí. Qué olvidadiza y caprichosa es la memoria. Qué liviandad la mía.
Ilustración de Elena Pancorbo
Era falso, claro. Su puesta en escena y mi pensamiento. Soy una mujer con suerte, y no tengo que olvidarlo; hay personas que, sin alharacas, hacen mi vida especial. Tengo una piedra cálida del cuento pétreo de Petra. Hay quien me llama por teléfono en los conciertos de nuestro cantante favorito porque se acuerda de mí. Hay quien, si va por el campo y ve una flor preciosa, se detiene a cogerla para mí. Hay quien me escribe y me llama, y se alegra de lo bueno que me pasa. Incluso, hay quien me lee, y comentará conmigo estas palabras. Gestos nimios, cotidianos, como cederme el corazón dulce de una sandía.
Y es que en los motivos radica la grandeza o la bajeza de los gestos grandiosos o mínimos. Cuando las emociones son moneda de cambio en una relación desigual, hay que estar alerta, porque es muy fácil sucumbir a variados síndromes, manipulaciones y chantajes.
A fin de cuentas, nuestras reacciones, nuestra vida, se rigen por los motivos. Las motivaciones son las que nos levantan de la cama, nos visten, nos peinan, nos plantan en la calle. Nos sobran los motivos para deshacernos de los manipuladores, de los vendeburrasporunicornios y los mercachifles. Nos sobran los motivos para recuperar la dignidad y reír.
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