A
primeros de marzo me compré unos zapatos. Los iba a estrenar para una jornada
profesional que se iba a celebrar, a finales de mes, en Madrid. Siguen
guardados en su caja, con la etiqueta puesta, como esos posit que se quedan pegados ad
aeternum en el ordenador, o en la hoja de una agenda, testimonios de algo
que debió suceder y no ocurrió. Mis zapatos son el recordatorio de aquellos
días (ojalá fuesen lejanos, pero aún permanecen aquí, dolorosos) en los que
todo quedó en suspenso. Escuelas, juegos, paseos, horas de café, charlas,
viajes, encuentros, reuniones. Todas esas cosas que tampoco tienen tanta
importancia, porque Mr. Auster, las cosas nos pasan a los que estamos vivos.
Lo importante es vivir, sepamos contarlo o
no.
En los meses más duros del confinamiento, cada quien reaccionó como pudo, supo o se permitió. Muchos no lo hicieron, sumidos en el más absoluto estupor. Muchos otros reflexionaron sobre qué necesitaban, querían, deseaban. Otros muchos no pararon de hacer. Pan, cuentas, caminatas en los pasillos, bicicleta, historias, macramé, zumba, videollamadas o tortilla de patatas. Hacer para no pensar en un futuro esquivo. Hacer para mantenerse cuerdos y no dejarse llevar por la tristeza de la pérdida. Hacer para vivir, lo más plenamente posible, el aquí y el ahora. Parece mentira lo rápido que aprendimos.
El sábado llegó una nueva entrega de OLA, la carta de verano de Carmen Pacheco: “guardamos muchas emociones dentro que todavía no sabemos cómo compartir.” Ah. Ese todavía. Ahí radica toda la esperanza. Todavía no, pero será. Lo hablaremos. Lo escribiremos. Lo contaremos. Estrenaré mis zapatos y caminaré con ellos. Viajaré. Me tomaré un café y miraré el mar. A un girasol, muy de cerca. Porque aún estoy viva. Y, pardiez, no quiero que se me olvide. No.
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