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Intimidad

Hace unos días, recién llegada de mi viaje a Madrid , pasé una tarde completa devorando Intimidad . Sí. Lo hice. Y no está bien, no.  Lo siento. Soy en exceso apasionada con lo que me apasiona.  El caso es que vi Intimidad al completo. Y, una y otra vez, recordaba La panadera de Sandra Ferrús , porque la base es la misma: la violencia contra las mujeres en internet. El exponer la intimidad de una mujer, sin su consentimiento, o como amenaza y chantaje. Y los juicios de la sociedad, de la familia, del entorno laboral.   Intimidad narra la historia de dos mujeres a las que su mundo se derrumba después de que unos vídeos de carácter sexual salgan a la luz. Una y otra acaban de maneras distintas, pero es que… no partimos desde el mismo sitio. No todos tenemos la misma fortaleza anímica, el mismo soporte familiar, idéntico horizonte. No.  Tuve el privilegio de moderar la lectura de la obra de teatro La panadera en dos clubes virtuales: el Club del Instituto Cervantes y el Club en la nub

Madrid, Madrid, Madrid

Volví a Madrid. Ha hecho calor. Había mucha gente arremolinándose en Callao porque una plataforma de pago estrenaba serie y, sobre el asfalto candente, en torno a adolescentes gritones, habían tendido una alfombra de moqueta azul. He transitado por varias líneas de metro: la 6, la 3, la 2. He subido y bajado larguísimas escaleras mecánicas con un vértigo que no he sabido dominar. En uno de mis trayectos vi a un hombre negro que lucía una chapa militar inspirada en las placas de identificación originales de los soldados de Estados Unidos durante la II Guerra Mundial. Lo acabo de guglear, claro. También llevaba al cuello una bala. Parecía un marine un día de libranza. Pero no.  Volví a Madrid y no sé si preparada para el estruendo del tráfico y las niñas rubias con andares de jirafa con las que me tropecé en las inmediaciones del Banco de España. Bamboleándose sobre unos tacones, contorsionando sus cuerpos delgados y moviendo sus melenas, se me antojaron seres irreales, de otro planeta. 

Expectativas

Ha sucedido de manera paulatina, sí, pero he caído en la cuenta de repente. De pronto, un día cualquiera he descubierto que mis expectativas ante ciertas fluctuaciones de la vida se han visto rebajadas al mínimo.  No espero gran cosa de muchas cosas. Hay ciertas cosas que me dan mucha pereza.  Por ejemplo. Leer a los que quieren rebajar el esfuerzo de los demás. Nadie hace nada solo, no somos vaqueros en el viejo Oeste. Pero ciertas decisiones, con su coste personal; ciertas labores, con sus cientos de horas; ciertas ideas con sus elucubraciones previas... fueron todas tuyas. No del Estado, ni de tus amigos, ni de tu entorno laboral. Tuyas. Mías. Lo hiciste tú. Lo hice yo. Porque otros, otras, con las mismas o mayores posibilidades no lo hicieron. ¿Es esto creer en la meritocracia? No, por dios. Es reivindicar la voluntad, el esfuerzo, el poco o mucho talento que cada uno de nosotros tenemos y que algunos deciden emplear y otros, no. Otros deciden tumbarse a la bartola. ¿Estoy en contr

Lo pequeño

Esta semana me había puesto yo estupenda. Había escrito mis 300 palabras pensando en esas dos o tres veces al día que me asalta la incertidumbre del vivir. Del sinsentido de la vida que vivo.   Estupenda, ¿verdad? Desde el privilegio de tener un sitio al que regresar, de saber que siempre hay alguien al otro lado del teléfono… soy capaz de ponerme así de estupenda y filosofar sobre si mi vida dócil y rara contiene en sí alguna finalidad.  Pero. Entonces. Algo pequeño en un punto minúsculo del globo terráqueo. Una biblioteca. Cuatro lectores leyendo en voz alta una novela a un compañero que, por su discapacidad visual, no puede leer por sí mismo. En el mundo pasan cosas terribles. Somos capaces de matarnos, de robarnos, de lastimarnos, de herirnos de un modo irreparable. De arrebatar todo al distinto, solo porque es distinto. O de envidiar tanto al otro como para desear su destrucción. Y destruirlo.  Pero entonces, en un sitio muy pequeño de un país muy pequeño (porque el territorio que

Petromaníaca, sin duda

María Belmonte, en algunas páginas de Los senderos del mar , escribe sobre qué significa ser petromaníaco . Nada más y nada menos que  la persona que siente atracción o pasión desmedida por las piedras.  Belmonte se confiesa petromaníaca y yo… quizás lo sea también. Paseo mi mirada por las superficies de mi casa (alféizares, mesas, estanterías) y descubro piedras, piedras y piedras. Algunas las he cogido en las orillas del mar, otras en las veredas de los  ríos de la sierra.  Tengo una botella transparente llena de piedras blancas, redondas, lisas. No se me olvida cómo resplandecían aquella tarde en una playa de Málaga. Las vi y…, de pronto era Diane Keaton paseando con Jack Nicholson en una ensenada americana.   De Lanzarote me traje lava bermellón y negra. También olivina. Fue en el Charco de los Clicos , un día feliz de esos que sabes que raramente se repetirán. La piedra de olivina espejea, verde y gris, humilde y tenue.  Tengo muchos corazones pétreos, la mayoría de ellos quebra

Plano aberrante

Hacía mucho tiempo que no leía nada de Stephen King. A los quince años me poseyó una fiebre inexplicable que me empujó a leer todas las obras que caían en mis manos, pero una vez pasada aquella etapa, me desligué de la producción bibliográfica del maestro.  He leído hace poco Billy Summers   y, además de encontrarme una novela negra entretenida y ágil en la que el autor reflexiona sobre escribir y sus alrededores (como lo catártico del proceso), me topé con esto:  "Todo este asunto le huele mal. No muy mal, solo un poco. Es como una de esas tomas que a veces se ven en las películas en que la cámara se ladea ligeramente para crear una sensación de desorientación. Plano aberrante es como llaman a esa inclinación en el mundo del cine y es la impresión que le genera este trabajo".  Seguro que sabes de lo que habla (aunque el trabajo no sea el mismo que le encargan a Summers, espero).  Recuerdo una vez, hace siglos, allá por la Edad del Hierro. Yo había ido a hacer una prueba a un

Feel the fomo

Hay quien siente ansiedad ante la avalancha de recomendaciones de unos y de otros: hay tanto por leer, por escuchar, por ver, por hacer. Tantas actividades que no te puedes perder, tantos pódcast que son maravilla, tantas novedades literarias, tantas exposiciones increíbles… Recorre las redes un hálito hedonista que nos alienta a experimentar, a irnos a Nueva York para que la inspiración vuelva. Es casi una heroicidad mantenernos centrados en nosotros, en nuestro día. En eso tan de a pie como es ir a comprar el pan.  Entono el mea culpa por si alguno de mis textos (breves o larguísimos como suelen ser mis newsletters) os han hecho sentir así. Hace unos días, una lectora comentó en mi Instagram, que la lista de los reyes godos era más corta que la que iba armando con mis propuestas. Lo escribió como un elogio. Me hizo pensar.  Soy entusiasta a la hora de transmitir lo que me gusta. Pero, si eres lector habitual de mis columnas y de mis cartas, ya sabes que el problema es que mis gustos